Notas sobre ‘Mi padre alemán’ y algunos títulos para comprender mejor qué está pasando con Israel y Palestina

  • Mañana, jueves 2 de noviembre, a las 19:00, charlaré con Ricardo Dudda a propósito de Mi padre alemán en Cervantes y compañía. El acceso es libre y gratuito hasta completar el aforo.
  • La lectura del ensayo de Dudda, finalista del II Premio de No Ficción Libros del Asteroide, da pie a la reflexión y la bibliografía sobre la actual situación de Israel y Palestina.

Todas las guerras, como las familias felices de Tolstói, se parecen. Lo pienso mientras disfruto de las últimas páginas de Mi padre alemán acurrucada bajo el edredón, mientras la luz fría de este otoño que por fin ya es otoño se cuela por la claraboya, la mañana del Día de los Muertos. Por eso me entran ganas de volver a la librería y recomendar a diestro y siniestro el ensayo de Ricardo Dudda, sobre todo a quienes se interesan por los conflictos actuales y buscan información sobre la esencia de los países y las políticas, de los ejércitos y las colonizaciones… yo misma, a menudo, formo parte de ese grupo aficionado a la coyuntura y convencido de la originalidad de los acontecimientos. No discuto que así sea: al mismo tiempo, nada pasa dos veces y todo se repite una y otra vez.

María, Sara y yo, con ayuda de los comerciales, buscamos títulos que profundicen en la historia larguísima del conflicto entre Israel y Palestina. El cómic de Joe Sacco está agotado, pero existe la alternativa de Palestina. Arte y resistencia en Nayi Al-Ali, y yo recuerdo el librito minúsculo pero interesantísimo de Errata Naturae, que hace ya algunos años me recomendó Raquel Friera. Se llamaba A través de los muros, y llevaba en la cubierta un potente subtítulo: ‘Como el ejército israelí se apropió de la teoría crítica posmoderna y reinventó la guerra urbana’. También conservo en la memoria la lectura de la novela, triste y bellísima a la vez, de David Grossman La vida entera, del breve ensayo de Amos Oz Contra el fanatismo, y la cruda experiencia de adentrarme en El atentado, el relato de Yasmina Khadra en el que queda claro que apropiarnos del otro por completo, por mucho que nos acerquemos a él, por mucho que creamos amarlo y comprenderlo, resulta inalcanzable. Más banales, por lo que tienen de fresco cotidiano, pero igualmente esclarecedoras (porque en las rutinas residen los comienzos de todas las cosas excepcionales) son las novelas de Dror MIshani y Batya Gur, Tres y Asesinato en el Kibbutz.

Pero vuelvo a Dudda, que en la página 41 de su libro recoge la abolición, el 25 de febrero de 1947, del estado prusiano a partir de un breve texto firmado por los aliados, que termina así: «Queda abolido el estado prusiano junto con su gobierno central y todos sus órganos». Una sola frase capaz de arrancar de cuajo las raíces de un montón de historia y desanclar los recuerdos de varias generaciones de —y esta palabra me fascina por lo que tiene de salvoconducto y representación del 99’99% de la humanidad— «civiles». Los civiles siempre son víctimas, no pertenecen a ningún bando y sus odiseas personales transcurren en paralelo y en silencio, casi siempre incógnitas, a la sombra de esa otra Historia más grande, que solo nos representará después de muertos, pero muy pocas veces mientras estemos vivos y nos toque en mayor o menor medida lidiar con ella.

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27 formas de amor

Los científicos finlandeses de la Universidad Aalto han detectado 27 formas de amor. Lo leo un amanecer antes de levantarme, en la newsletter de noticias de Charo Marcos, y me quedo en la cama pensando en cómo se puede querer tanto y, sobre todo, con tanto matiz. Para mi sorpresa, descubro que, aunque mi escepticismo sigue ahí, marca registrada de la casa, una lucecita incipiente e intrusa se filtra por una grieta de mi habitual cerrazón.

Hoy es mi cumpleaños y, mientras escribo esto, con el café con leche a la izquierda del portátil, en la taza de flores azules de Silvia, Alessandra y Raquel, escucho a Rocío Jurado, protagonista del primer regalo recibido, el más inesperado, cantar Mi amante amigo. Está nublado, probablemente lloverá —siempre llueve en mis cumpleaños, en una ocasión hasta se me cayó el techo de la cocina por el peso del agua en el tejado, pero aún así lo celebré—, y yo sonrío y me emociono por el cariño que está y por el recientemente perdido y sin embargo atesorado para siempre.

Las mañanas son mi refugio, en concreto ese momento antes de salir de casa que empleo en desayunar con tranquilidad, alguna vez leer y sobre todo escribir mientras dejo entrar en mi intimidad las voces de aquellos a quienes quiero en alguna de esas misteriosas y bienvenidas 27 formas, que me permiten simultanear todos los afectos; las personas con las que comparto secretos y pasiones, pero también rutina, el día a día sin sobresaltos al que nunca le damos importancia y que, sin embargo, constituye sin duda el porcentaje más alto de nuestra existencia.

En su estudio, muy completo, los científicos también han intentado trazar un mapa, una geografía del cuerpo que sitúe cada tipo de amor en un lugar concreto de nuestra anatomía. La cabeza, las tripas, el corazón… las mejillas —yo me ruborizo cada dos por tres—… ante mí se extiende un código desconocido que me propongo descifrar: ¿«En calidad de qué» se quiere alguien?

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Probando, probando…

Me compro unos cascos y un micro, me inicio en un programa de edición de audio y trasteo con ellos convencida de que, más tarde o más temprano, les daré buen uso. Cuando eso ocurra, cuando se perfile del todo la idea de lo que quiero hacer con ellos, quiero estar preparada. Por eso me ejercito y grabo el principio de Las manos tan pequeñas.

Al volverlo a leer, recuerdo muchas cosas.

Escucha el principio de “Las manos tan pequeñas”

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No había nada imposible

Cierro los ojos y vuelvo sin problema a aquella mañana de sábado de la primavera de 2022. Era mayo y a las doce teníamos la presentación del nuevo libro de crónicas de Manuel Jabois, pero Mario llegó mucho antes. Cuando entró en la librería, María estaba moviendo ya las mesas para colocar las sillas que el público ocuparía durante el evento y yo le estaba recomendando a un buen cliente, vecino del barrio, La ciudad de los vivos. Ninguna detuvimos nuestros quehaceres por la llegada de Mario, porque la librería era su casa y su compañía, lo mucho que nos reíamos y aprendíamos los unos de los otros hablando de lo divino y lo humano, formaba parte de lo que dábamos por hecho, como el aire o la música, como todos los libros que, silenciosos, fueron testigos de tantas y tantas conversaciones e ilusiones compartidas.

El cielo estaba azul y la luz del sol de la primera hora, amarilla y transparente, se colaba por el escaparate. La puerta estaba abierta y los sonidos de la calle del Pez se confundían en un arrullo placentero, una especie de ritmo de lo cotidiano que acompañaba a La Bien Querida o McEnroe en el Spotify. Los coches avanzando a trompicones por la calle estrecha, los desayunos en las terrazas, los peques sin colegio de la mano de sus padres, la vendedora de flores, los contenedores siempre inoportunos, los turistas desorientados… y nosotros repitiendo el ritual de encontrarnos y alegrarnos siempre del tiempo imprevisto que pasamos juntos; no había nada diferente en aquella mañana plácida de fin de semana en Malasaña, aunque ahora que la recuerdo sí me parece excepcional. Aquella mañana Mario se acercó al mostrador, me miró por encima de sus gafas -un gesto muy suyo con el que subrayaba sin darse cuenta infinidad de ocurrencias inteligentes- y, cuando hube terminado la venta, me dijo: «Tengo una propuesta».

Abrimos la librería de Ponferrada cuatro meses después.

Para Mario no había nada imposible.

Más allá de su interminable capacidad de trabajo o su visión siempre anticipada del futuro, estaba su poder para controlar no solo su miedo, sino también el de los que trabajaban a su alrededor. Sabía «mirar» a los demás y «ver» en ellos, sabía «poner en marcha» las cosas. De ahí que tantos proyectos que en manos de otros se hubieran quedado en conversaciones de café gracias a él salieran adelante con éxito.

Y de repente Mario ya no está.

Estoy escribiendo estas palabras desde el altillo, bajo el resplandor tenue de las lamparitas, sobre la mesa maravillosa que se fue y volvió después de la pandemia, y de la que una y otra vez Ale y yo le pedimos que nos contara la historia, como si se tratara de un cuento infantil. Si levanto la vista, veo la estantería donde siguen, repentinamente huérfanos, los libros que ya no le cabían en casa. Un cartel los diferencia de los míos: «libros de Mario», sobre todo poesía, creatividad y diseño; «libros de Marina», más de un centenar de novelas negras y alguna que otra rareza que me resisto a regalar. Como nuestras lecturas, éramos muy diferentes, lo que hacía muy sorprendente que nos entendiéramos tan bien, que nos hiciéramos tan fácilmente amigos. Me admiraba la forma que Mario tenía de afrontar la realidad, su curiosidad intacta, su afán de descubrimiento, que en los libros se traducía en aceptar los consejos de los demás, aunque a priori, eso significara adentrarse en títulos para él no tan atractivos. Así fue cómo llegó a La anomalía y cómo aceptó llevarse Fortuna, sobre la que ya no hemos tenido tiempo de intercambiar impresiones… he perdido la cuenta de los días en que entró a la tienda acompañado y, antes de subir a trabajar, hizo un alto en el mostrador para presentarme al desconocido o la desconocida, que inmediatamente dejaba de serlo y asistía a la defensa que Mario hacía de la librería (que era al fin y al cabo la defensa de todas las librerías del mundo). Así fue como conocí a Carolina, a Ana, a Jorge, a Marta, a Marcel, a Teresa, a Pablo, a Claudia… una multitud de seres prodigiosos, piezas imprescindibles de la galaxia alrededor de su Prodigioso Volcán… algo extraordinario y, al mismo tiempo, tan sencillo como el entramado espontáneo de una vida entera. Porque eso es lo más importante, lo que de ninguna manera podemos pasar por alto: que, aparte de la importancia profesional de Mario, esta tristeza que se ha adueñado del espacio y de la luz nace de lo mucho que nos quiso y de lo mucho que lo queríamos, porque es en el afecto donde se esconde la verdad.

Es lunes por la tarde y María y yo evaluamos nuestro ánimo, que progresa adecuadamente. Las flores blancas que trajo Nuria siguen en el escaparate. Cristina llama por teléfono. Valentín desmonta con paciencia un expositor infernal y se lo lleva por fin. Sara batalla con el programa de licitación y Risto se entretiene, después de presentarnos las novedades, en contar las ventas de las Moleskine. Nada se detiene, las cosas pequeñas, con la fortaleza de las piedras, se imponen a las cosas terribles mientras, en alguna parte, pienso, ciertos recuerdos permanecen intactos para siempre, suspendidos en un limbo de tiempo, a salvo de la mortalidad. Es sábado por la mañana y es primavera, y todo lo que hemos vivido se queda aquí, amigo, indestructible, bajo las lámparas de papel y entre los libros, como una palabra mágica.

Una caja llena de mariposas gigantes para Virginia Woolf

La cubierta de ‘El estrecho puente del arte’ está inspirada en las cubiertas que Vanessa Bell, hermana de Virginia, diseñó para la editorial de la escritora, Hogarth Press.

Una vez, hace ya mucho tiempo, Darwin explicó la evolución tomando como ejemplo el color de las alas de las mariposas. En su obra eran frecuentes las ilustraciones de mariposas gigantes, con alas de colores que parecían de otro planeta, sobre un papel que con el paso de los siglos, en cada una de las miríadas de ediciones dispersas por el mundo, adoptó el tono y la consistencia del pergamino.

Cuenta Rafael Accorinti que aquellas mariposas fascinaron a Virginia Woolf.

Accorinti, traductor y responsable de la excelente antología de ensayos de la autora del grupo de Bloomsbury El estrecho puente del arte, que acaba de publicar la editorial Páginas de Espuma, atesora la anécdota de las mariposas entre sus favoritas. Ocurrió que Victoria Ocampo, sabedora de la admiración con que Woolf solía contemplar aquellos dibujos, le hizo llegar por correo postal hasta su casa una caja llena de mariposas gigantes; un regalo que la autora de La señora Dalloway valoró hasta el punto de exponerlo en la entrada de su domicilio. Por desgracia, los bombardeos de la guerra destruyeron el exótico presente de Ocampo y hoy no queda ni rastro de aquellas mariposas muertas, si bien cada palabra de los ensayos rescatados por Páginas, cada idea esbozada en los textos traducidos y editados por Accorinti, recuerda la viveza de los colores y el errático pero certero revoloteo de los lepidópteros.

Porque no hay reglas en la obra ensayística de Woolf y es precisamente ese caos formal que caracteriza su discurso el que lo hace no solo irrepetible, sino también eternamente actual, ajeno al corsé del tiempo y el espacio en el que fue escrito.

Tal vez sea esta la razón por la que Virginia Woolf nunca pasará de moda.

Hace ya algunos años, tuve la suerte de participar en el proceso de edición de los diarios de la escritora; un trabajo ingente, liderado por Cristina Pineda desde Tres Hermanas y con la gran Olivia de Miguel a los mandos de la traducción. Aquella tentativa de publicar en español los diarios completos, hoy ya culminada con éxito, me dio la oportunidad de viajar a Nueva York y consultar las notas originales, gráficamente desordenadas, marañas de párrafos, listas y garabatos que a mí me parecieron oráculos.

En El estrecho puente del arte, Woolf se pregunta por la proporción entre lo aprendido y lo literariamente innato en quien escribe, entre la influencia y la voz: ¿qué debemos llevar a nuestro mundo de ficción de los mundos ajenos y qué abandonar al otro lado de ese río imaginario que debemos cruzar si queremos convertirnos en narradores de historias?

Una vez más, leerla resulta imprescindible.

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El día que Hartley escribió: «El pasado es un país extranjero»

L. P. Hartley escribió en 1953: «El pasado es un país extranjero». Sin embargo, yo no lo supe hasta casi setenta años después. Es más, ni siquiera di con la afirmación en la novela que la contiene, El mensajero, que comienza precisamente con ella, sino gracias a la premiada Los crímenes de Alicia, con la que el escritor Guillermo Martínez ganó en 2019 el Nadal, una historia que me fascinó y que luego presté. De hecho, mientras escribo estas líneas, con el ejemplar de la primera edición de Los crímenes… cedido y recuperado al lado del portátil, lo envidio un poco, porque sé que él compartió lugares e intimidades que me hubiera gustado compartir a mí… así es como nos prolongamos en nuestros objetos y los convertimos, al dejarlos en manos de aquellos a quienes amamos y no nos aman, en colonizadores inertes, en testigos silenciosos de un mundo al que jamás tendremos acceso. Es triste, pero a la vez, y sobre todo cuando se trata de los libros, hay algo de magia en el hecho de que los relatos que nos construyen y nos transforman viajen gracias a nosotros, aunque solo sea por un tiempo, junto a las personas que nos hubiera gustado conocer mejor, en cuyas zonas de sombra nos hubiera gustado adentrarnos.

Esta idea resulta tentadora, pero hoy no me desviaré. Así que volvamos a lo nuestro.

Una tarde de invierno descubrí en la obra de Martínez aquella afirmación dentro de un interesante diálogo acerca de Lewis Carroll y su fascinación por Alice Liddell, germen de Alicia en el País de las Maravillas. Hice un alto en la lectura y repetí en voz alta lo leído.

La frase me cautivó e inmediatamente la busqué en la red junto con el nombre del escritor al que uno de los personajes de Martínez se la atribuía, L. P. Hartley, quien, para mi sorpresa, no me resultó tan ajeno.

Puede transcurrir una vida entera sin que nos crucemos con el vecino de enfrente, aunque orbite siempre cerca de nosotros. Comprará en las mismas tiendas, esperará paciente en las mismas paradas de transporte público, paseará por los mismos parques y verá la misma luz. Sus recorridos se superpondrán a los nuestros en el tiempo y en el espacio, pero no necesariamente se cruzarán provocando el encuentro, ese choque casual a veces inocuo y a veces decisivo, capaz de cambiarlo todo. 

Pues bien, eso es lo que me pasó con Hartley exactamente. Durante más de una década, como una polilla invisible, había revoloteado a mi alrededor, pero sólo aquella tarde y gracias a una novela que no era suya nos miramos a los ojos. Nacido a finales del XIX en el Reino Unido, a Hartley lo que más le gustaba era escribir historias de fantasmas, pero su mayor logro fue El mensajero (1953), la novela que comienza con la cita rescatada en Los crímenes de Alicia, y que el Nobel Harold Pinter adaptó al cine en 1971 para que la dirigiera Joseph Losey con bastante éxito —la película consiguió la Palma de Oro en Cannes.

En su idioma original, El mensajero se llamaba The Go-Between, algo parecido a «El intermediario».

Y entonces recordé.

Volví a una de esas jornadas sin tiempo, quince años atrás, en la tercera planta de la librería de la gran superficie, concretamente a la sección de métodos de idiomas, donde nadie quería trabajar y durante unas pocas semanas trabajé yo junto a D, los dos a regañadientes pero contentos de compartir el turno porque éramos amigos —todavía lo somos, creo. Aquel día, entre las lecturas graduadas apareció una versión adaptada de The Go-Between y le dedicamos un rato antes de asignarle un lugar en las estanterías por dos razones. La primera, porque en la contra señalaban el texto como uno de los más importantes del XX (¿Y cómo era eso posible si habíamos ignorado hasta entonces su existencia? Nosotros, que nos creíamos dueños de un conocimiento literario absoluto). La segunda, porque jugar a traducir el título nos entretuvo durante horas y dio pie a una interesante conversación… aunque ahora sé, por experiencia y comparación, que todas las conversaciones que mantuve con D fueron interesantes. 

El librito estaba retractilado y, cuidadosos, no nos permitimos abrirlo para leer algún extracto, así que en aquella ocasión la cita de Hartley, por los pelos, se me escapó. Afortunadamente, años después y gracias a Guillermo Martínez volvió para quedarse.

El viernes pasado cené con Jorge en La Farfalla y, al hilo de los últimos acontecimientos políticos y sociales, intercambiamos opiniones y procuramos relativizar el ambiente enrarecido de la cotidianidad; y mientras charlábamos de algún que otro nombre propio la sentencia de Hartley, como un fantasma sabio, se deslizó sobre la mesa y me hizo sonreír, porque nadie parece tenerla en cuenta: «El pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de otro modo».

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El día que conocí a Paul Auster

Abro los ojos antes de que suene la alarma del teléfono y veo como se levanta el lunes gris al otro lado de la ventana. Valencia ha sobrevivido una vez más a la tormenta y la calle del Turia se rebela contra la melancolía favorecida por el clima y nunca duerme del todo. Delante del portal de mis padres, el obrador del Horno Pastelería Dorita permanece con la luz encendida durante la noche entera. No todos empleamos igual las largas horas de la madrugada. Alguien se ocupa en ese tiempo de hacer el pan, las caracolas de chocolate y los merengues. Las empanadillas de tomate y atún. Las tartas de cumpleaños. Desde que tengo uso de razón, Dorita existe y yo me siento más segura cada vez que duermo en casa de mis padres, sabiendo que alguien, muy cerca, permanece alerta; alguien despierto que, en caso de catástrofe o amenaza, nos escuchará si gritamos pidiendo ayuda en la oscuridad.
Aunque la realidad traiciona la expectativa: afortunadamente nunca nos ha pasado nada.
Doy por concluidos mis apuntes costumbristas y remoloneo con el teléfono aplazando el momento de levantarme. Así es como descubro en Instagram un mensaje de A, su manera de hacerme saber que ha llegado sano y salvo al que es ahora su lejano lugar en el mundo: compartir conmigo una bellísima publicación de Sidi Hustvedt sobre cómo es la vida cotidiana tamizada por el tratamiento de cáncer de Paul Auster. Hustvedt se refiere a la situación como «Cancerland» y describe con detalle el encuentro del novelista con una admiradora también enferma en la sala de espera del enésimo hospital. El texto es emocionante y me transporta en un parpadeo a un lugar de mi memoria al que llevaba mil años sin asomarme, aquel en el que atesoro el recuerdo del día que conocí a Paul Auster en la desaparecida Fnac Castellana y no me hice con él ni una sola foto, ni tampoco le pedí que me firmara un ejemplar de Diario de invierno, el libro que vino a presentar.
Sucedió un jueves 23 de febrero de 2012, pocos meses después de la inauguración de la tienda en Nuevos Ministerios y de mi incorporación al equipo de comunicación responsable de la agenda cultural. Aquel día Paul Auster llegó a la ciudad y Anagrama, que todavía era su editorial, eligió nuestro fórum para su encuentro con los lectores madrileños.
Alertados unas semanas antes del gran acontecimiento y poseídos por una especie de fiebre berlanguiana que nos convirtió a todos en el elenco perfecto para una nueva versión de Bienvenido, Mister Marshall, mis compañeros y yo, que era el último mono, nos pusimos a trabajar en los preparativos de lo que llamamos “La noche de Paul Auster” y, temerosos de un posible fallo en la asistencia, empezamos a invitar a diestro y siniestro. Encargamos en cartón pluma reproducciones gigantes de las cubiertas de las novelas de Auster; contratamos traducción simultánea; compramos un jamón (¿cómo no?) y buen vino, blanco y tinto, porque no sabíamos cuál le gustaba más; publicitamos hasta la extenuación que la charla sería retransmitida también en streaming gracias a una gran pantalla ubicada en el hall diáfano de la tienda, para quien se quedara fuera una vez completo el aforo limitado; y, gracias a los excelentes libreros con los que contaba la cadena, llenamos la librería, no sólo con los títulos de Auster, sino también con los de Hustvedt, a quien le dedicamos un par de las cabeceras principales, que flanqueaban el pasillo hasta el espacio destinado para el evento.

Mi recuerdo de lo “oficial” es confuso. Por supuesto, nadie falló y acceder a la sala del directo con el autor de La noche del oráculo se convirtió en una odisea en la que yo interpreté con pasmosa credibilidad el papel de atribulada portera, porque me tocó bregar con la lista de invitados VIP y elegir quién merecía el privilegio de entrar y quién no —a los diez minutos de descorrer la catenaria, mi respuesta se convirtió en un «no» perpetuo, porque allí ya no cabía un alfiler… eso sí, Javi y yo logramos que nuestros padres se sentaran más contentos que unas castañuelas en primera fila y me pregunto si Auster dudó acerca de la identidad de aquellos dos matrimonios tan majos que lo observaban sonrientes y secretamente orgullosos de que sus hijos les hubieran conseguido el mejor sitio.
Nuestros padres también tuvieron el privilegio de asistir a las breves entrevistas que Auster mantuvo con la prensa antes de la presentación, cuando la planta entera de la librería, aún cerrada al público, se parecía mucho a los banquetes todavía sin empezar: la sala vacía e impecable de un hotel que espera con las mesas puestas —en nuestro caso libros gigantes y centenares de ejemplares de Diario de invierno— a que lleguen los invitados y los novios, o el bebé protagonista del bautizo.
Acompañé a Auster en su recorrido desde el ascensor hasta el improvisado set de grabación junto con un periodista de TeleMadrid que iba a ser el primero en entrevistarlo. El autor era alto y llevaba una cazadora grande, de piel negra. Vaqueros también negros. Todo en él —el pelo peinado hacia atrás con grandes entradas, los ojos algo saltones y simultánemaente turbios y limpios, la tez oscura y su forma de conducirse sin prisa pero con seguridad por aquel territorio que no había pisado nunca— se correspondía con lo que yo había imaginado. Él me había contado, a mí y al mundo, un buen puñado de historias destinadas a moldear mi percepción de la realidad que me había tocado vivir, destinadas a despertar mi emoción por la magia del azar sobre lo cotidiano y ver lo luminoso y la oportunidad en el dolor, a la vez insoportable, de la pérdida —en aquel momento aún recordaba a la perfección la trama completa de El libro de las ilusiones, que había terminado en un autobús Valencia-Madrid, con la sensación de que ninguno de los pasajeros que me acompañaba podía adivinar la tormenta que el final de la novela había desatado en mi interior.
En todo eso estaba yo pensando, cuando, de pronto, Auster se detuvo y el séquito completo se detuvo con él, dando un pequeño y brusco frenazo no previsto. Lo hizo a pocos metros de set y del fórum, ante una de las cabeceras con los libros de Hustvedt, donde destacaba la maravillosa Todo cuanto amé.
Auster sonrió y el periodista de TeleMadrid se atrevió a preguntar en un giro imprevisible:
—¿Le gusta la autora?
Entonces Auster, sin mirarlo y rubricando una situación que, no tengo duda, el periodista habría de recordar el resto de su vida, respondió atento todavía a las cubiertas de las novelas de ella:
—No sólo es que me guste, es que además soy muy afortunado, porque se trata de mi mujer.
En este punto se hizo el silencio y el equipo de libreros que salpicaba el perímetro en posición de firmes intercambió miradas de catástrofe y contuvo la risa nerviosa, pero Auster no se inmutó y a los pocos segundos siguió andando y el planeta volvió a girar. El resto de la velada, más allá del overbooking, transcurrió sin incidentes y al ritmo de una interesante selección de jazz.
Vino y jamón se terminaron.
La cola de lectores deseosos de obtener una firma y una foto dio la vuelta a la manzana del edificio. A nadie le importo sufrir el frío de la noche de invierno.
Y cuando todo hubo terminado, cuando todos se fueron y el autor se hubo despedido satisfecho de su enésimo éxito, nosotros nos quedamos para recoger los restos de la fiesta y no apagamos la música, porque siempre bailábamos al final.

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Los libros de ‘La ventana del verano’ 2023

Se ha pasado en un vuelo. Han sido siete semanas de radio y libros en la mejor compañía, colaborando en La ventana del verano, haciéndome cargo de La ventana de los libros. El resultado de todo este tiempo compartido en antena es esta lista de recomendaciones que os dejo a continuación, y que reflejan un panorama literario interesante y lleno de opciones, y un increíble aprendizaje con los mejores y al micrófono.

En ESTE ENLACE tenéis los audios, por si queréis escuchar la sección.

A partir de ahora, con el gusanillo de la radio ya despierto y alerta para volver al ataque en cuanto sea posible, seguimos viéndonos los sábados en el ABC Cultural y siempre en Cervantes y compañía.

Felices lecturas.

La ciudad los vivos, de Nicola Lagoia.

En el cielo, una nube, de Manuel Astur.

Entrevista a Marta Jiménez Serrano sobre No todo el mundo.

Recomendaciones: Fortuna, de Hernán Díaz, y Las arenas cantarinas, de Josephine Tey.

Cierre: fragmento de Kafka en la orilla, de Haruki Murakami.

Entrevista a Alana S. Portero sobre La mala costumbre.

Recomendaciones: Los misterios de la taberna Kamogawa, de Hisashi Kashiwai y Japón, el archipiélago de las estaciones, de José Antonio de Ory.

Cierre: fragmento de El libro de la almohada, de Sei Shonagon.

Entrevista a Mar García Puig sobre La historia de los vertebrados.

Recomendaciones: El libro vacío / Los años falsos, de Josefina Vicens y El cuaderno prohibido, de Alba de Céspedes.

Cierre: fragmento de La otra bestia, de Ana Rujas.

Entrevista a Patricia García-Rojo (El verano que llegaron los lobos) y Josu Diamond (trilogía de Un cóctel en Chueca) sobre hábitos y tendencias en la literatura infantil y juvenil.

Recomendaciones de Mi año de descanso y relajaciónde Ottessa Moshfegh y Los seres queridos, de Jorge Alacid.

Cierre: fragmento de Un amor, de Sara Mesa.

Entrevista a Toni Hill sobre El último verdugo.

Recomendaciones: Un plan sangriento, de Graeme Macrae Burnet y Una homosexualidad propia, de Inés Martín Rodrigo.

Cierre: fragmento de Amok, de Stefan Zweig.

Entrevista a Azahara Alonso sobre Gozo.

Recomendaciones de La luz difícil, de Tomás González y El mar, el mar, de Iris Murdoch.

Cierre: poema Contra todo, del poemario de Amalia Bautista Azul el agua.

Cadena

Siruela recuperará en septiembre Incesto y Fuego

Leí hace muchos años los Diarios amorosos de Anaïs Nin, Incesto y Fuego. Ahora la editorial Siruela se dispone a ponerlos de nuevo en circulación —volverán a las librerías en septiembre—, y yo soy otra persona muy distinta a la que se acercó a ellos por primera vez, y creo que puedo entender a la autora mejor.

Busco en la RAE la definición exacta de la palabra «vínculo»: unión o atadura de una persona o cosa con otra.

Algunos vínculos son subterráneos e invisibles, y no se pueden romper. Intentar deshacerlos garantiza el sufrimiento, es como tratar de partir con los dientes el eslabón de una cadena; asumirlos supone aceptar los barrotes de una jaula y renunciar a toda posibilidad de rebelión.

En el tiempo que ha pasado desde mi primera lectura de Nin, he descubierto mi naturaleza.

Está la mente, siempre despierta, tan segura de sí misma y sin embargo incapaz de imponer su criterio en cuanto el cuerpo toma el control. Últimamente, me vacío a menudo de todas las cosas y me limito a ser solo cuerpo.

Y no hay nada dramático en esta rendición.

Me he esforzado en luchar contra ella, pero al final he comprendido que forma parte de mí y debe convivir con las cosas cotidianas, con el afecto diario y corriente, que también es indispensable. Los dos, el cariño más suave y la herida que se mantiene abierta, me completan.

El último domingo de julio me levanto temprano y paseo con Michi por el Retiro. Nos ponemos al día pero no hablamos de Nin y su deriva extraordinaria, una ola imparable que arrastró a un buen puñado de hombres —entre ellos Henry Miller, Hugh Parker Guiler o Antonin Artaud— con la fuerza de quien no se interesa por el bien y el mal, sino únicamente por la «experiencia». Hablamos de nosotras y, como ocurre siempre, Michi terminó atemperando mi tendencia a la tragedia.

En esta historia, nada es tan grave.

Apuntes sobre ‘Fortuna’

Prevengo a F antes de nuestra cena. Le escribo un mensaje: «Prepárate, porque no voy a parar de hablar sobre Fortuna«, y le envío a continuación un enlace a la ficha de la novela en la web de Anagrama, donde se incluye el vídeo de una entrevista a Hernan Díaz que no termino de ver. Tampoco fui capaz de terminar A lo lejos, el título anterior del autor, que a mi compañera María, sin embargo, le gustó mucho, y por eso me he resistido durante meses a empezar Fortuna. Gran error.

Una mañana de Feria en El Retiro, en uno de los breves respiros que nos concedió la lluvia, Josep Maria se acercó a nuestra caseta e hicimos una de las cosas que más nos gusta en el mundo: hablar sobre los libros que hemos leído recientemente y sobre los que tenemos previsto leer. No siempre coincidimos en nuestros gustos, pero respetamos nuestros criterios, así que, cuando me insistió en que le diera una nueva oportunidad a Díaz, que acaba de ganar el Pulitzer, mi negativa no fue absoluta. A los pocos días, recibí en la librería un ejemplar de Fortuna y me lo llevé a casa, donde pasó algo más de una semana relegado a la pila altísima de las lecturas pendientes… hasta que una noche, para llenar los ocho minutos que tardo en hervir la pasta, con una Mahou verde abierta y un cuenco pequeño de patatas fritas al alcance de la mano, lo empecé atrincherada en mi escepticismo.

Y ya no pude soltarlo hasta llegar a la última línea de sus 440 páginas.

Las críticas no se ponen de acuerdo y los referentes son numerosos: hay quien detesta Fortuna y quien la aplaude; hay quien la compara con La hoguera de las vanidades o Ciudadano Kane, y quien la relaciona con Pozos de ambición o, por su estructura, con La piedra lunar o La mujer justa. En cualquier caso, todos coinciden en que nos encontramos ante una novela que habla del dinero. No hay nada más antiguo, nada más manido en la ficción —dando un paso más en la descripción de la trama— que la historia financiera de Estados Unidos y el personaje que por excelencia la representa: el del «hombre hecho a sí mismo» (esta es una de las expresiones que más odio en el mundo por lo que tiene de imposible), capaz de ir perdiendo habilidades sociales a un ritmo paralelo al del incremento de sus innumerables cuentas bancarias… sin embargo, y en esto reside su magia, Fortuna sólo utiliza la historia de Andrew Bevel (financiero arquetípico que transita los últimos años del siglo XIX y la primera mitad del XX) y su mujer Mildred como excusa, porque en esta novela no importa tanto el qué como el cómo: es la estructura la que nos desconcierta desde el principio, insinuándole al lector que tal vez, desde la primera página, está pisando un suelo resbaladizo y plagado de trampas, un territorio embrujado que exige toda su atención. Semejante sensación, que muy pocas veces se logra en la literatura y está por encima de tramas, puntos de vista e idiomas de escritura, únicamente puede llegar de la mano de un grandísimo escritor.

Cuando termino el libro son más de las dos de la madrugada. El edificio está en silencio, el calor es soportable y en la televisión sin volumen se suceden los fragmentos de un reality show… y yo salgo de mi trance, que me muero de ganas por compartir con la gente a la que quiero y que, como yo, es adicta a las cada vez menos frecuentes buenas lecturas, con la sensación de haber asistido al nacimiento de una hoguera que ha terminado por convertirse en un tremendo incendio. ¿O acaso no es eso exactamente la literatura? El poder que tienen unos pocos de prender ante nuestros ojos e invisible para la realidad, el fuego.