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El Miércoles 16 de junio a las 19:30 horas, charlo en directo con Selma Ancira sobre Marina Tsvietáieva y su obra.
Lecturas recomendadas: Mi madre y la música y Mi padre y su museo

Tomo notas sobre Marina Tsvietáieva en los trayectos de tren, mientras leo Mi madre y la música y Mi padre y su museo. Escribo:
—¿Es mayor la complejidad de la música o la de las palabras?
—Buscar si Tsvietáieva pudo influir en Nabókov y su Ada o el ardor.
—Recordar para siempre esta cita de Mi madre… sobre el talento: “Lo tuyo es el empeño porque todo don divino puede ser arruinado”.
Anoto muchas preguntas para la traductora Selma Ancira, aunque sé que no tendré tiempo de formularlas todas, pero no me detengo porque me calma la lectura y la deriva mental que propicia en mí, alejándome de todos los pensamientos oscuros.
Sumergirme en las historias ajenas siempre me ha servido de ayuda.
Quizás por eso combino los textos biográficos de Tsvietáieva con las páginas de La casa eterna, donde Yuri Slezkine narra la historia del siglo XX soviético a partir de lo acontecido en la Casa del Gobierno, un colosal edificio que se construyó frente al Kremlin, al otro lado del río Moscova, para alojar a los principales dirigentes e intelectuales del régimen y sus familias, y por el que transitaron la euforia y el terror, la ilusión y el desencanto, en un complejo equilibrio.
Me gusta lo que el autor advierte al comienzo de las más de 1500 páginas del libro: “Esta es una obra histórica. Cualquier parecido con personajes ficticios, vivos o muertos, es pura coincidencia”.
Y también me gusta (aunque “gustar” es un verbo demasiado ingenuo) la candidez del entusiasmo que Slezkine atribuye en los primeros capítulos a los jóvenes de la intelliguentsia que aspiraban a la revolución. Me pregunto cómo pudieron hacer después cosas tan terribles.
En 1941, aplastada por el sistema —ese monstruo invisible y con biografía propia que tan bien describe Slezkine—, Marina Tsvietáieva se suicidó en Yélabuga, lejos de Moscú. Pocas semanas antes de quitarse la vida, había solicitado un puesto de lavaplatos a la Unión de escritores local y no había recibido respuesta.