Algo le decía que muchos de aquellos estudiosos vivían en el interior de sus propias cabezas, sin apenas salir de ellas, hasta considerarlas como el monte Sinaí.
Los papeles de Tony Veitch

Es imposible saberlo todo. Esta es una afirmación muy simple, pero para asimilar su contenido he necesitado algún tiempo. Hubo una época en que me costaba aceptar que no había leído algún libro o no conocía determinado género literario, pero ahora ya no. Si hay algo que no sé, prefiero reconocerlo y aprovecharme de los conocimientos de mi interlocutor para ampliar los míos e ir cubriendo huecos.
Descubrí el Tartan Noir hace relativamente poco, gracias a una llamada telefónica de Carlos Zanón, que, durante nuestra breve conversación, también fue el primero en hablarme de William McIlvanney y su trilogía protagonizada por Laidlaw. Salamandra se disponía a recuperar el segundo título de la serie, Los papeles de Tony Veitch, y yo conseguí el primero en inglés mientras Filomena enterraba Madrid en la nieve. Así fue como me sumergí en el Glasgow etílico de los años 70; una ciudad y un tiempo que, incluso cuando se contaba de día, se contaba de noche, bañada por el reflejo en los charcos de las luces de los coches y las farolas.
Mi primera lectura de McIlvanney fue muy satisfactoria. La segunda ha sido extraordinaria.
He vuelto a Los papeles de Tony Veitch porque es la novela que hemos elegido para la inminente sesión del club de lectura que tenemos en la librería y he pasado el fin de semana entre sus páginas, fascinada ante una simpleza narrativa que no lo es en absoluto. Más bien todo lo contrario: McIlvanney, que era poeta, se servía de una gramática sencilla para multiplicar el efecto de un sinfín de imágenes potentes y complejas, con las que levantó un mundo: el universo del inspector Laidlaw y su peculiar filosofía de la vida, a medio camino entre el nihilismo y la bondad.
Los papeles de Tony Veitch es la historia de una búsqueda (o mejor de dos) que no voy a contar aquí, un relato oscuro y melancólico, que sin duda ha tenido que inspirar a Tarantino y Guy Ritchie al otro lado del charco, pero sobre todo es el resultado irrepetible de una rareza: el efecto logrado por un escritor de versos empeñado en construir una increíble novela negra.
En ella, ninguno de los numerosos personajes y escenarios que aparecen se queda atrás. Son trazos todos ellos, pinceladas de un paisaje bellísimo, ante el que cuesta, a causa de su impacto, tomar aliento.