Son las ocho y la luz se resiste a abandonar la tarde, y late detrás de los cristales de la librería recreándose en la terraza de enfrente, donde todas las mesas están llenas y la gente parece tan feliz.
A veces tengo ganas de gritar.
Pero no grito.
Simplemente me quedo inmóvil en el taburete que hay junto a la caja y observo el mundo. No escribo una palabra, aunque dentro de mi cabeza se pronuncian todas y me prometo atesorar algunas en la memoria para anotarlas más tarde y no perder la fuerza de mis mejores ideas. Pero nunca lo hago y el pensamiento, caótico, inconexo, más rápido que la conciencia en sus asociaciones, se desvanece. Y es en todo lo no dicho donde reside la verdad.

De mis lecturas recientes conservo retazos que voy encajando como piezas de un puzle largo tiempo perdidas en el transcurso de mi cotidianidad. En Desmorir, de Anne Boyer, leo que, de la misma manera en que la edad y la enfermedad merman nuestras capacidades físicas, también merman el alma y amputan de lo invisible fragmentos diminutos que ya no vuelven más. El alma también muere despacio, un poco cada día —me digo—, se extingue con el dolor y se divide de forma irremediable cuando nos alejamos de aquellos con quienes la hemos compartido: se trata de ese ser en los otros que tanto me atormenta; en la evidencia de que crecemos en los demás como parásitos; algo que Vesta, la protagonista de La muerte en sus manos, de Ottessa Moshfegh, aprende por la fuerza. Es un héroe quien, apartado del mundo, conserva la cordura.

Pero nada es tan grave.
Cuando por fin me siento delante de la pantalla y me pongo con estas líneas me encuentro mejor. Desenredar por escrito mi maraña mental siempre me ha ayudado a identificar y valorar lo extraordinario, difícil de cribar sin apartarse un poco de la vida real.

Leo también lo nuevo de Rosa Ribas, Los buenos hijos, excepcional, y me sorprende la habilidad de la autora para, en una novela plagada de misterios delictivos, concentrarse en la intriga y el suspense que rodea una intimidad familiar “casi” sin crímenes, cercana, salvo por una importante excepción que no desvelaré aquí, a la que por fortuna nos ha tocado en suerte a la mayoría. Ribas, con este planteamiento, nos permite mirar de un modo muy distinto lo que entendemos por “normalidad” y la revaloriza, porque siempre hay una trama, por gris que nos parezca el paraje que nos toca atravesar.

Esta afirmación me lleva al último de mis descubrimientos, una auténtica joya: Tándem, de María Barbal, la novela ganadora de la edición más reciente del Premio Josep Pla; una historia que se desliza por el pequeño universo de un hombre y una mujer ya jubildados, que se conocen en las clases de yoga del centro cívico de su barrio en Barcelona, e inician una relación que los obligará a hacer balance de su mundo. Tándem habla del miedo, que con tanta frecuencia nos paraliza, y de la autocondena del tiempo.
Cuando la termino, me repito a mí misma que nunca debería ser demasiado tarde.