‘El caso de Thomas Crown’

Fotograma de ‘El caso de Thomas Crown’ (Norman Jewinson, 1968)

Vi por primera vez El caso de Thomas Crown cuando era muy pequeña, en uno de esos fines de semana que pasaba en casa de mi abuela, escuchando por las noches, antes de irme a dormir, la historia del pueblo fantasma Brigadoon y cenando cuartos de pollo con patatas fritas. Aquella casa y sus habitantes, a quienes quise (y quiero) mucho, eran un poco la versión valenciana de Vive como quieras, y nunca les agradeceré bastante a mis abuelos y a mis tías y tíos que contribuyeran con su inconsciente anarquía cultural a convertirme en quien soy. Allí la censura brillaba por su ausencia y, cada vez que recurro a los recuerdos de aquel tiempo, descubro alguna referencia nueva: una película, una novela… una canción de fondo que acompañó mi niñez y cinceló inconscientemente y sin pretensiones mi camino hacia la edad adulta, construyéndome.

Y es que una parte de mí tiene mucho que ver, ya no con Faye Dunaway y Steve McQueen, glamurosos protagonistas del film, sino con el tema principal de su banda sonora, The Windmills of your mind, interpretado por Noel Harrison, que se llevó el Oscar y que ahora, más de treinta años después de haberlo descubierto, permanece en mi lista predilecta de Spotify, golpeándome cada vez que suena por obra y gracias de la reproducción aleatoria.

Como ayer.

Ayer volví a escucharlo de regreso a casa desde la librería. Ya eran más de las ocho de la tarde pero todavía no se había ido la luz y yo avanzaba a buen paso entre el gentío por la calle del Carmen camino de Sol. Estaba en ese punto intermedio, que solo permiten los trayectos que nos sabemos de memoria, en el que la realidad de Madrid en el verano se solapaba con mis ensoñaciones más recientes, ligadas todas ellas a esa parte de mí de contornos torcidos que siempre procuro contener; y fue entonces cuando la reconocí, fue entonces cuando la melodía comenzó a infectarlo todo como el fuego que empieza a quemar una fotografía por las esquinas y nos obliga a desprendernos de ella antes de escaldarnos los dedos.

Es extraña la relación que mantienen nuestras conciencias con la música que nos ha acompañado desde la infancia. En ella encierran bajo llave toda la melancolía y la liberan en el momento oportuno para alimentarla de sí misma, con una melancolía recién llegada: un monstruo que devora en segundos a un monstruo más pequeño y lo asimila, dejando a quien acoge la batalla (o sea yo) con los ojos brillantes y la memoria en carne viva, enfrentada a un presente cargado de emociones indescifrables, de efectos imposibles de prevenir.

Así que allí me hallaba, muy cerca de la calle Espoz y Mina, permitiendo que mis primeros días del verano se escribieran sobre una partitura antigua, la misma que acompañó la acción de una película presetentera en la que se abusó de la pantalla fragmentada y los primeros planos de Dunaway y McQueen. Una de mis películas favoritas. Y de repente me pregunté: ¿cómo es posible que en esta canción esté yo? Yo convertida en código, yo reducida a cada una de las emociones ahogadas e ingenuas, con cuya llegada, a lo largo de mi vida a medias (espero), me sorprendí y después me hice más fuerte. ¿Cómo supo aquella niña de Valencia, ajena a lo que la esperaba, que debía ser esta la elección y no otra?

Acaso pasó algo bueno que no recuerdo y que me unió para siempre a la canción.

Menos mal que es una canción bonita.

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