La visita

La noche del viernes, al llegar a la buhardilla después de cenar un kebab con María que me supo a gloria, había una cucaracha negra esperándome en el centro de la salita. Durante unos segundos, la observé aterrada. No parecía tener intención de marcharse por las buenas y devolverme mi espacio de refugio. Cogí la escoba y la maté sin piedad y también con mucho miedo, porque siempre he sospechado que los insectos pueden volverse gigantes cuando quieran.

Una vez intenté leer completa una novela de Clarice Lispector (no lo conseguí, todavía es un reto pendiente). Se llamaba La pasión según G. H. y contaba la historia de una mujer que encontraba una cucaracha en el armario de su sirvienta y, paralizada por el asco, empezaba a divagar. Lo curioso es que, a pesar de haber abandonado la novela por desinterés, nunca he olvidado el acontecimiento que la protagoniza.

Y ¿no es lo bueno lo que se queda?

Ahora mi casa ya no es del todo mi casa. Se ha convertido en un espacio de conflicto, amenazado por un ejército invisible, que exige de mí la más absoluta concentración. Limpio a fondo y fumigo con insecticida por todos los rincones; y trato de convencerme de que no volverán a entrar… aún así, me cuesta conciliar el sueño. Abro los ojos de repente y examino el suelo frente a mí, con la secreta esperanza de que esta guerra fría derive de nuevo en batalla campal y, escoba en mano, sepa cómo y contra qué defenderme.

Pero la cucaracha ya no vuelve y su ausencia cincela el nacimiento de un fantasma que me susurra al oído cada vez que meto la llave en la cerradura para abrir la puerta y revivo la sensación de descubrirla esperándome en el centro de la habitación.

Días terribles.

Sin embargo, mientras tanto, algunas noches hablamos.

Tú y yo.

Y cuando nos despedimos, entonces sí, me duermo tranquila.

Qué difícil es definir lo que tenemos.

A veces pienso que está a punto de caer al vacío.

Pero siempre se salva.

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