Un ejercicio de fe

 

Alguien me tiene sujeta con una cadena invisible y cada vez que me habla tira de mí, e importa bien poco lo que sucede en los intervalos de silencio.

Yo lo elijo y, asumidas las reglas del juego, su absoluta inocuidad, los días del verano transcurren lentamente y llenos de sol, abriéndose cada mañana sobre mi cabeza como el paisaje de un planeta desconocido.

Nunca antes había llegado hasta aquí.

Hacía mucho tiempo que no me reía tanto.

Escucho la banda sonora de La edad de la inocencia y también una pieza de Alberto Iglesias para La piel que habito«Los vestidos desgarrados». Con ella de fondo leo las últimas páginas de Mi año de descanso y relajación. La novela de Ottessa Moshfegh, brillante, no lo es gracias a la trama, sino a los detalles con los que la autora la construye, pinceladas diminutas de una realidad cotidiana a la que todos tenemos acceso y que, sin embargo, muy pocas voces saben narrar; porque contar bien es como encontrar pepitas de oro en una mina ya explotada y para la mayoría de los buscadores dada por muerta.

Supongo que la literatura es eso: un ejercicio de fe en la riqueza de una tierra que parece desahuciada.

Ceno con Imma en Platería y mi amiga me recuerda una cita de Auster de la que deriva la reflexión anterior: «Las historias solo suceden a quienes son capaces de contarlas».

Nuestras vidas no son más que bastos bloques de marfil. Yo hurgo en la mía, la recorro una y otra vez como si se tratara de un camino por el que hubiera perdido algo; un camino que cambia dependiendo también de quién se interesa por nosotros, porque quién nos mira condiciona nuestro tono y marca los puntos de luz y los de sombra.

Siempre se escribe para alguien.

Cada novela es una carta perdida.

 

 

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