
Kioto, Higashi Hongan-ji, el templo oriental de Voto Verdadero
Son las ocho y media de la tarde en Madrid; las tres y media de la madrugada en Japón. Lo sé muy bien. Hace exactamente un año, faltaban aproximadamente unas seis horas para que Vitu y yo aterrizáramos en Tokio. Allí nos esperaban los corredores incansables, que completaban en bucle el perímetro de los jardines del Palacio Real; la iluminación nocturna del Parque Hibiya; una librería preciosa, oculta en Daikanyama, el jardín secreto del Museo Nezu; la luz colándose por la fachada del Spiral; la tranquilidad nublada del cementerio que encontramos por casualidad cerca de Roppongi; los taxis con los asientos tapizados de ganchillo; el cruce de Shibuya; la compra de unas zapatillas en Shinjuku; las vistas desde la taberna situada en la planta 52 del Hotel Andaz; el parque Ueno, donde imaginamos un crimen; las flores en la calle, en medio de la noche y sin ningún miedo, porque nos encontrábamos en la ciudad más segura del mundo; el espacio antisísmico entre los edificios; la ventana del techo al suelo de nuestra habitación en la novena planta del Grand Arc, que mostraba la ciudad y la niebla rota por las pequeñas luces rojas de los rascacielos; una eterna búsqueda de Godzilla; el vino blanco en polvo, traído directamente desde Australia; pollo con arroz en Asakusa; una tristeza endémica, como de ceniza, en la mayoría de los rostros desconocidos; calles interminables en Ginza; los cuencos de ramen, que yo nunca aprendí a comer sin salpicar; el silencio del metro; un barrio lleno de libros un sábado por la mañana; algunas discusiones banales durante el desayuno y cierta melancolía en la víspera de abandonar una ciudad para trasladarse a la siguiente; el primer domingo por la tarde en Kioto; el ascenso a Ryōan-ji y el Pabellón Dorado; Nara; el cuento de El ladrón en el libro de Tanizaki; las noches viendo La maldición de Hill House; el paseo junto al río, camino de Gion, el barrio de las geishas; una tienda de acuarelas minuscula en la misma callejuela donde Vitu probó el okonomiyaki; la ruta completa bajo los toris rojos… y alguna cosa más.

Kioto
Ayer, cuando Vitu me llamó para felicitarme por mi cumpleaños, me pidió que no volviera a llamarlo Vitu. Quiere que utilice su nombre real, así que desde hoy lo llamaré Sergio. Acepté su petición sin rechistar, pero me dio pena. Por un momento, pensé que nuestro viaje había activado un lento proceso de muerte para el apodo de Vituperio. Con su desaparición, se esfuma un mundo entero que se lleva una parte muy importante de nosotros.
No habrá más viajes con Vitu. Sí con Sergio, pero con Vitu ya ninguno. Japón fue el último lugar que compartimos.
Allí fuimos felices.
Quién sabe si volveremos.

Tokio desde el Grand Arc