La llave

el-coleccionista

Al final fui valiente.

Y se abrió una puerta.

Llevaba mucho tiempo cerrada, tanto que llegué a imaginarme como una especie de Miranda, atrapada por El coleccionista de Fowles. Era un error, porque la llave la tenía yo.

Ahora delante de mí hay un paisaje nuevo en el que, ya sin miedo, debería adentrarme sola.

Dice Natalia Ginzburg en Mi vocación:

“Has de darte cuenta de que no puedes esperar consolarte de tu dolor escribiendo”.

Tiene razón.

La escritura es lo más parecido a una exploración médica. No cura, pero sí diagnostica. En ella nos reconocemos e incluso nos vemos por primera vez. En mi caso, creo que cada palabra escrita cartografía el deseo de un desvío, la tentación siempre sofocada de una pasión incorrecta o un conocimiento no satisfecho; la sed enfermiza, casi vampírica, de saber sobre el otro justo lo que el otro no quiere mostrar.

No hay enamoramiento sin incógnita.

Ni ansia física que no refleje cómo la literatura es al lenguaje el equivalente al final del camino, la amenaza de saltar para escapar del fuego.

Ahora tengo marcas en la piel y asisto a la pequeña muerte de una civilización fugaz.

Porque desaparecerán con los días.

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