Raquel me manda un mensaje a las nueve de la mañana. Es una cita de Natalia Ginzburg, de Las palabras de la noche: «Para no oír gritar a mi alma, le he dado la espalda y me he alejado de ella».
Al instante le respondo desde la cama: «Esa soy yo».
Luego pienso que siempre hay alguien que se adelanta a nosotras en el tiempo y deja escrito lo que, en algún momento de nuestras vidas comunes, reflejará exactamente aquello que queremos decir. Vivian Gornick es otro ejemplo, porque en Apegos feroces describe la ciudad y su sensación al habitarla junto a sus amigas con las palabras que me hubiera gustado ser capaz de elegir a mí.
Me da un poco de rabia. Significa que no somos tan diferentes. Nadie lo es.
No debo de ser la única que, ahora mismo, se siente incapaz y experimenta con respecto al deseo un proceso parecido al de la intolerancia a la lactosa.
Al menos he dejado de morderme las uñas y hoy no he fumado por la mañana. Empecé a hacerlo con el principio de esta historia y haber interrumpido la rutina suena a síntoma del final. Ahora me siento a salvo, como si se hubieran terminado los días de exposición a la intemperie; como si las mariposas en el estómago hubieran muerto y barajara la idea de pincharlas en un bastidor.
Eso es lo que mejor sé hacer.
Pero toda virtud es una trampa.
Mi mente pierde con frecuencia el equilibrio y han invadido mi espacio de meditación (aunque he encontrado uno nuevo en los recuerdos de Banyalbufar).

Cristina y yo nos tumbamos en el césped del Retiro una hora antes de la apertura de la feria. El pañuelo azul que extendemos para protegernos de la humedad de la tierra se moja muy pronto, pero no nos movemos. Miramos el trozo de cielo raso que recortan las nubes y los árboles sobre nuestras cabezas y entonces lo digo: «voy a dar un paso atrás».
—Dar un paso atrás es de cobardes.
Lo pensaré.