Hay una novela que se llama así. La escribió Kureishi. Cayó en mis manos a mis veinte años y no la entendí. Ahora pienso en ella sin saber muy bien de qué iba, y me digo a mí misma que, si volviera a leerla, me ayudaría a resolver este misterio.
“Escribe lo que quieras, escribe sin piedad”, las palabras de Raquel, que es sabia, se repiten de nuevo en mi cabeza. Las menciono siempre. Para mí, hay un antes y un después de aquella conversación que mantuvimos cuando aún no sabíamos todo lo que nos iba a pasar y comíamos helado de vainilla los domingos, revisando clásicos del cine que, en su mayoría, adaptaban novelas de Edith Warton y Henry James. En aquel tiempo –Curro tenía meses– fuimos muy felices; en este, de otra manera, yo creo que también. Sin embargo, esta mañana, al salir del banco de camino a la librería, por la calle del Carmen en dirección a Callao, con los cascos puestos y Los Piratas en el Spotify, me han entrado ganas de llorar. Si dijera que no sé por qué, estaría mintiendo.
Escribe lo que quieras, escribe sin piedad.
Ayer por la tarde escuchamos una canción.
Y fue después, ya sola en casa, terminada la clase de inglés con Omar, el arpista persa, en el hotel Suiza, y antes de hablar con mi madre sobre la nueva afición de Rafeta a pescar peces de cartón, cuando me quedé mirando el techo y me interrogué sobre el concepto de intimidad. ¿Qué escribiría Kureishi?
Le dije a Omar (en inglés, por supuesto) que se me habían ido las ganas de escribir. También se lo dije a Luis, a él en español. Luis no le dio importancia y lo achacó a la efervescencia de mis últimas semanas; Omar me dijo que “abandonara la burbuja”. Me dijo: “sal, vete de ahí”.
Pero yo no puedo, no quiero irme.
Necesito estos días físicos y sin ninguna pretensión. Intuyo que están bien y que valen por sí solos, sin pensar en nada más, porque la idea del futuro, su capacidad de transformación de la realidad, resulta terrible a veces y merece ser desterrada. Actúa como un freno, a pesar de que no existe.
Llegué a una conclusión con Omar, que más que un profesor de inglés parece un psicólogo salido de una película de Woody Allen: y es que siempre he vivido dos vidas (¿quién no?), producto la segunda de las frustraciones generadas en la primera; una vida de verdad y otra escrita, creada para ser el trastero del ansia no cumplida, un patio de atrás en el que maquinar simulacros de lo que nunca va a pasar. Pero de repente esto se ha terminado.
Comparto el deseo tal y como yo lo concibo, exactamente como lo imagino.
Alguien ha entrado en el cuarto oscuro y se ha instalado allí sin alterar nada.
Respeta mi juego.
Y no hay mayor intimidad posible.
¿O sí?
Regreso a la canción.
Y entonces escribo.