
Hubo un tiempo en que mis amigas y yo nos quedábamos sin dormir la noche de los Oscar. Mis padres no decían nada y nos dejaban “okupar” el salón para ver si éramos capaces de llegar despiertas a la entrega del premio a la mejor película.
Siempre aguantábamos.
Éramos muy jóvenes.
Recuerdo que una mañana, cuando terminó la ceremonia, mientras el cielo clareaba en la calle que ya entonces terminaba en el jardín del río y mi madre preparaba café, pusimos en la cadena de música un CD recopilatorio de Los Rodríguez.
El cine, en aquella época, me gustaba con una ilusión un poco ingenua, que echo de menos, porque ya no está.
No sé en qué momento la perdí. Supongo que dejé de cultivarla, junto con algunas otras cosas, conforme fui cruzando la frontera hacia una edad definitivamente adulta.
¡Qué gran error!
Nadie debería olvidarse de la magia de las películas, de su capacidad para abstraernos por completo del mundo. Nadie debería desentrenar la voluntad de lograr que esto sea posible.
Hoy estaba cansada.
Todo es bueno, pero eso no evita que resulte a veces agotador. Creo que no hay nada más agotador que el vértigo.
He llegado a casa y, trasteando con el iPad, he dado con la noticia de las nominaciones, y me he puesto un poco nostálgica.
Por eso he decidido parar.
He silenciado el teléfono, me he metido en Netflix y he elegido una de las nominadas a mejor película: El juicio de los 7 de Chicago, de Aaron Sorkin; y la he visto del tirón.
Ha esperado todo.
Porque afortunadamente no me dedico a operar a corazón abierto.
Y no es malo detenerse.
Disfrutando de la peli, me he entretenido en el recuerdo de aquellas mañanas después de los premios, con mi prima, mi hermana y mis compañeras de la universidad… era emocionante alcanzar insomnes el día; un triunfo pequeño e inolvidable, que nos unía y, sin que nos diéramos cuenta, nos estaba construyendo.