‘El mundo deslumbrante’

El día es gris; un jueves por la mañana que coquetea con la lluvia. Quito el agua, apago las luces indirectas que, hasta hace unos minutos, han enfocado el puzle —una misión titánica, reconstruir el Perro semihundido—, cierro la mochila y compruebo por enésima vez que no queda nada enchufado y las claraboyas están cerradas. El fregadero está vacío, la cama hecha, he colgado la ropa limpia en el armario y estirado la tela que protege el sofá. He vaciado la nevera, tirado la basura, quitado el polvo sin demasiada energía. He escogido un par de novelas y guardado los diarios, que se vendrán conmigo. He cambiado las sábanas para tener un aliciente cuando vuelva.

Pakistan ha tomado represalias y bombardeado una localidad iraní en la frontera.

En cuanto al resto de conflictos, queda lejos el fin.

Pienso que nos podría pasar a nosotros.

Todo lo ajeno se transforma cuando se torna propio; más si se trata del dolor. Por eso no hay otra forma de entender el sufrimiento que «probárnoslo» ajustando la medida a nuestra cotidianidad, a los niños que queremos, a los lugares que amamos y en los que hemos sido amados. Es así como se hace insoportable. La única manera de compadecernos.

Y ahora yo me voy.

Mientras intento subirme la cremallera del abrigo, que siempre se me resiste, siento que la luz que me despide sea tan pálida, tan latente. La luz de un día de lluvia fina. Echo de menos el sol de invierno, el amarillo gélido sobre los árboles de las calles de Madrid que recorro deprisa, con la mochila al hombro y el peso del portátil entre las manos, en dirección al cercanías destino Chamartín. Madrid codifica mis recuerdos en un lenguaje secreto, los protege… y es importante la luz.

Ayer por la tarde, antes de dejar la librería, salió de la enésima caja de novedades la nueva edición de El mundo deslumbrante, mi novela favorita de Siri Hustvedt junto con Todo cuanto amé. La leí hace muchos años, cuando todavía estaba en Anagrama y encontré un ejemplar en Enclave de Libros. Era color crema, y todavía lo conservo entre los títulos que rodean mi cama en la buhardilla, mil veces subrayado, mil veces herido por la mirada ajena que, al posarse sobre la historia, mágicamente la modifica.

«Mi» mundo deslumbrante es este que habito rodeada de afectos indefinibles y palabras con tendencia a llegar en el último momento, como salvavidas.

Al escribir me hablo a mí misma y, a la vez, lanzo un mensaje en una botella al mar embravecido.

Empieza el viaje.

Hacia dentro y hacia fuera.

El relato está en las entrañas de la tierra, al otro lado de la ventanilla del tren, en mi lengua y en mi cabeza. Es un reptil que debe amaestrarse.

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