No había nada imposible

Cierro los ojos y vuelvo sin problema a aquella mañana de sábado de la primavera de 2022. Era mayo y a las doce teníamos la presentación del nuevo libro de crónicas de Manuel Jabois, pero Mario llegó mucho antes. Cuando entró en la librería, María estaba moviendo ya las mesas para colocar las sillas que el público ocuparía durante el evento y yo le estaba recomendando a un buen cliente, vecino del barrio, La ciudad de los vivos. Ninguna detuvimos nuestros quehaceres por la llegada de Mario, porque la librería era su casa y su compañía, lo mucho que nos reíamos y aprendíamos los unos de los otros hablando de lo divino y lo humano, formaba parte de lo que dábamos por hecho, como el aire o la música, como todos los libros que, silenciosos, fueron testigos de tantas y tantas conversaciones e ilusiones compartidas.

El cielo estaba azul y la luz del sol de la primera hora, amarilla y transparente, se colaba por el escaparate. La puerta estaba abierta y los sonidos de la calle del Pez se confundían en un arrullo placentero, una especie de ritmo de lo cotidiano que acompañaba a La Bien Querida o McEnroe en el Spotify. Los coches avanzando a trompicones por la calle estrecha, los desayunos en las terrazas, los peques sin colegio de la mano de sus padres, la vendedora de flores, los contenedores siempre inoportunos, los turistas desorientados… y nosotros repitiendo el ritual de encontrarnos y alegrarnos siempre del tiempo imprevisto que pasamos juntos; no había nada diferente en aquella mañana plácida de fin de semana en Malasaña, aunque ahora que la recuerdo sí me parece excepcional. Aquella mañana Mario se acercó al mostrador, me miró por encima de sus gafas -un gesto muy suyo con el que subrayaba sin darse cuenta infinidad de ocurrencias inteligentes- y, cuando hube terminado la venta, me dijo: «Tengo una propuesta».

Abrimos la librería de Ponferrada cuatro meses después.

Para Mario no había nada imposible.

Más allá de su interminable capacidad de trabajo o su visión siempre anticipada del futuro, estaba su poder para controlar no solo su miedo, sino también el de los que trabajaban a su alrededor. Sabía «mirar» a los demás y «ver» en ellos, sabía «poner en marcha» las cosas. De ahí que tantos proyectos que en manos de otros se hubieran quedado en conversaciones de café gracias a él salieran adelante con éxito.

Y de repente Mario ya no está.

Estoy escribiendo estas palabras desde el altillo, bajo el resplandor tenue de las lamparitas, sobre la mesa maravillosa que se fue y volvió después de la pandemia, y de la que una y otra vez Ale y yo le pedimos que nos contara la historia, como si se tratara de un cuento infantil. Si levanto la vista, veo la estantería donde siguen, repentinamente huérfanos, los libros que ya no le cabían en casa. Un cartel los diferencia de los míos: «libros de Mario», sobre todo poesía, creatividad y diseño; «libros de Marina», más de un centenar de novelas negras y alguna que otra rareza que me resisto a regalar. Como nuestras lecturas, éramos muy diferentes, lo que hacía muy sorprendente que nos entendiéramos tan bien, que nos hiciéramos tan fácilmente amigos. Me admiraba la forma que Mario tenía de afrontar la realidad, su curiosidad intacta, su afán de descubrimiento, que en los libros se traducía en aceptar los consejos de los demás, aunque a priori, eso significara adentrarse en títulos para él no tan atractivos. Así fue cómo llegó a La anomalía y cómo aceptó llevarse Fortuna, sobre la que ya no hemos tenido tiempo de intercambiar impresiones… he perdido la cuenta de los días en que entró a la tienda acompañado y, antes de subir a trabajar, hizo un alto en el mostrador para presentarme al desconocido o la desconocida, que inmediatamente dejaba de serlo y asistía a la defensa que Mario hacía de la librería (que era al fin y al cabo la defensa de todas las librerías del mundo). Así fue como conocí a Carolina, a Ana, a Jorge, a Marta, a Marcel, a Teresa, a Pablo, a Claudia… una multitud de seres prodigiosos, piezas imprescindibles de la galaxia alrededor de su Prodigioso Volcán… algo extraordinario y, al mismo tiempo, tan sencillo como el entramado espontáneo de una vida entera. Porque eso es lo más importante, lo que de ninguna manera podemos pasar por alto: que, aparte de la importancia profesional de Mario, esta tristeza que se ha adueñado del espacio y de la luz nace de lo mucho que nos quiso y de lo mucho que lo queríamos, porque es en el afecto donde se esconde la verdad.

Es lunes por la tarde y María y yo evaluamos nuestro ánimo, que progresa adecuadamente. Las flores blancas que trajo Nuria siguen en el escaparate. Cristina llama por teléfono. Valentín desmonta con paciencia un expositor infernal y se lo lleva por fin. Sara batalla con el programa de licitación y Risto se entretiene, después de presentarnos las novedades, en contar las ventas de las Moleskine. Nada se detiene, las cosas pequeñas, con la fortaleza de las piedras, se imponen a las cosas terribles mientras, en alguna parte, pienso, ciertos recuerdos permanecen intactos para siempre, suspendidos en un limbo de tiempo, a salvo de la mortalidad. Es sábado por la mañana y es primavera, y todo lo que hemos vivido se queda aquí, amigo, indestructible, bajo las lámparas de papel y entre los libros, como una palabra mágica.

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