
Es curioso cuánto han tardado las palabras en llegar a la orilla,
pero ahora están aquí.
Son frías,
poderosas como un ejército de náufragos.
Su única dignidad, como la mía,
consiste en haber sobrevivido.
Son los testigos únicos de una guerra perdida y pronunciarlas es honrar un dolor al que dejamos mudo, reconocer que la pena existió y que, al marcharse, ha dejado a su paso kilómetros de nada; una certeza hueca sobre todas las cosas.
El llanto ahogado de un bebé al que asfixiamos al segundo siguiente de nacer.