El camino de vuelta

A veces somos otros.

Y es peligroso alejarse de la identidad.

Regreso de Valencia después de Navidad y paso muchas horas sola en la librería, pero me siento bien. Me gusta ver como la vida de la ciudad, inalterable, al otro lado del cristal discurre como un río que no resulta temible, sino acogedor.

Estoy a salvo.

Habito mi mundo.

Me pierdo con placer en las páginas de Lejos de Kakania, mi última lectura de 2019.

Un día hablamos de cine negro.

Al siguiente, entre las mesas llenas de libros, bailamos Nunca es suficiente en la versión de Los Ángeles Azules, aunque me cuesta entender las instrucciones del bailarín experto, que insiste en que debo dejarme llevar.

Y de repente el tiempo ya no existe. El «tic tac» del reloj por fin desaparece.

El tiempo también fluye y se convierte en silencio.

La conversación, importantísima, la más importante de todas, por cotidiana resulta banal, y así es como debe ser, porque es ya una conversación de años, que no termina nunca.

Con la tercera visita resucito mi afición a confirmar los centímetros de altura. Nos medimos contra la pared utilizando un metro viejo y todo se me olvida. La música ahora es italiana, suena Dio, Come Ti Amo y la tienda, que durante el resto de la mañana ha estado llena de gente, nos da una tregua. Es un día frío, pero hace sol, y me pregunto qué pensaría alguien si nos viera inmersos en tarea semejante, discutiendo por una diferencia de dos o tres centímetros cuando hace tiempo que dejamos atrás los cuarenta años.

Nos deseamos feliz año nuevo.

Y en ese momento vuelvo a ser la que era.

Estoy en casa.

Porque no existe ningún mapa: No se trata de cómo o de qué, sino de quién es el camino de vuelta.

Feliz 2020 a todos.