El cuerpo

Fotograma de “Olvídate de mí”

Rafeta se despierta a las ocho de la mañana y llora cuando intuye la marcha de su padre, que al final cede y se lo lleva con él al hospital. Ha nacido Pablo y nuestro fin de semana se ha visto condicionado por su llegada al mundo: cinco adultos —mis padres, Ana, Boro y yo— volcados en el cuidado de Rafeta y pendientes de que no extrañara nada ni echara demasiado de menos… un cometido fascinante y, al mismo tiempo, agotador.

Hoy es lunes y en Valencia ha amanecido lloviendo.

Esta tarde volveré a Madrid. Saldré a cenar. El plan previsto es divertido y sé que nos reiremos.

Mañana regresaré a la librería, donde la Navidad ha empezado ya a devorarlo todo, apropiándose de los espacios y las actitudes de quienes entran, saludan y compran, después de charlar un rato sobre libros, que es lo que mejor sé hacer.

Escribiré un par de artículos. Pondré sábanas limpias.

Seguramente me fume algún cigarro con la claraboya abierta y un café.

Mi casero me llamará para contarme las últimas noticas sobre el estado del edificio.

Iremos al concierto de violonchelo de Mischa Maisky y continuaré leyendo Un caso tenebroso.

Haré todo eso para mantenerme ocupada.

Y escucharé en bucle «Tu falta de querer».

Es fácil engañar a la mente, pero ¿cómo se desanda la memoria del cuerpo?

La voluntad del cuerpo es mucho más débil; su entrega es absoluta y colea como las partes amputadas de los reptiles o los brazos de una estrella de mar.

Mi cuerpo esta lleno de tatuajes invisibles, que se imponen al olvido y se rebelan contra el castigo.

En medio de este exceso de actividad y gente, una noche, ya en la cama, vuelvo a ver Olvídate de mí, que nunca me cansa, porque me gusta la idea de que el deseo enraíza en algún lugar inaccesible, más allá de la consciencia; un lugar desde el que siempre es capaz de volver a presentar batalla y destruirnos, como un virus que permanece latente hasta identificar el momento más propicio para la agresión.

Allí donde la prudencia no existe.

Tal vez, me digo, no debería escribir esto. Pocas cosas hay más seguras e indescifrables que el silencio. Sin embargo, callarme implicaría renunciar a ser yo. No contar, en mi caso, adquiriría los tintes de una muerte a traición, de un pequeño suicidio… porque es esta parte de mí, la que mira desde arriba y reconstruye la historia, la que realmente importa y merece sobrevivir; la que justifica cada triunfo y cada fracaso…

Y también cada pérdida.

A estas alturas ya he aprendido que en el relato reside mi fortaleza.

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