El mundo

The Leftovers

Imagen de la tercera temporada de ‘The Leftovers’

Qué días tan extraños…

Los puentes han volado por los aires otra vez y ya solo queda el fuego.

Cruzo la Puerta del Sol entre el gentío prenavideño, protagonizado por personajes animados de gomaespuma y vendedores de lotería. La cola de Doña Manolita llega hasta Callao y el cielo está nublado, no me da tregua, aunque hay turistas desayunando en la terraza del Hotel Europa a pesar de la amenaza de lluvia. Esquivo a las gitanas que me ofrecen romero y paso por delante de la Fnac, donde me parece ver a Javi en las escaleras mecánicas. Como llego tarde, no puedo pararme a darle un abrazo, que es lo que me gustaría, entre otras cosas porque creo que la que necesita el abrazo soy yo.

A veces no entiendo el mundo.

El sábado cenamos pizza y vemos Love Actually. Mis amigas son fuertes y sé lo que piensan, pero se limitan a escucharme y fumar silenciosas en la cocina delante de un buen vino, hasta que termino mi historia. Entonces me preguntan cómo es posible que no sienta ninguna rabia, que no quiera gritar, que no esté demasiado enfadada. Les digo que, de lo único que estoy segura, es de que más tarde o más temprano me sentiré triste. Cuando eso pase, me encerraré en casa para tumbarme en el sofá tapada con la manta violeta y ver Indiana Jones.

Como un animal que, para sobrevivir, necesitara dormir todo el invierno.

En mis trayectos por la ciudad, escucho la banda sonora de Max Richter para The Leftovers. La serie me gusta porque transmite una emoción constante. Habla de la pérdida.

De repente es martes por la mañana y Cris y yo asistimos al despertar cotidiano de la calle del Pez. Nos compramos un café para llevar y, en el constante ejercicio del psicoanálisis que nos caracteriza, hablamos de nuestra breve lista de amantes.

Menciono a E, que lo primero que me preguntó al despertarse en mi casa de Alameda fue cómo era capaz de vivir sin tulipas. Después de eso me rechazó sistemáticamente. Le digo a Cris que no consigo recordar el día en que nos conocimos y eso nos lleva a fechar el inicio de cada una de nuestras historias con una pericia arqueológica. Y es curioso, porque menos en el caso de E, días y horas vuelven a mí con una pasmosa nitidez. Así llegamos a P y a la noche de diciembre en que discutimos por primera vez.

A P lo quise muchísimo y, después de esa discusión, me vine abajo aplicándome mi peculiar e inconfundible sentido de la tragedia. Discutimos un 30 de diciembre y el 4 de enero Sergio Dalma vino a firmar a la Fnac de Castellana, que ya no existe. Yo llevaba cinco días sin parar de llorar y en el vestíbulo de la tienda, en bucle, sonaba «El mundo», versionada por Sergio.

Me pasé toda la tarde al lado del cantante, controlando la cola de firmas y conteniendo las lágrimas. Al final, cuando nos despedimos, Sergio, quién sabe si llevado por un encomiable sentido de la intuición, me dio un abrazo y me dijo: «espero que vaya bien». Desde entonces, cada vez que me deprimo escucho «El mundo» y doy rienda suelta a la tristeza. Que salga es la única forma de que pase.

Cris se ríe con mi anécdota y, antes de dejarme para irse a la editorial, sentencia: «algún día también nos reiremos de esto».

Yo le digo que, gracias a mi casa, declarada a perpetuidad zona catastrófica, tampoco he tenido tiempo de darle muchas vueltas, porque mientras me duchaba se ha desbordado la arqueta.

—¿Has podido arreglarla?

—Sin ninguna ayuda, por supuesto que sí.

—No lo dudaba. ¿Volviste a ver a Sergio?

—No, a Sergio jamás lo volví a ver.

—Pues una lástima.

La sigo con la mirada, mientras se aleja hacia la plaza de la Luna y, respondiendo a Sergio desde una distancia de años, me digo a mí misma, muy bajito, antes de entrar en la librería y buscar «El mundo»: «estaré bien».

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