
Triángulo: La Lonja, Los Santos Juanes y el Mercado Central
De un día para otro las cosas cambian por completo.
Hago listas de canciones y, a falta de mi propia habitación, ocupada por mi padre y sus libros y carpetas desde el minuto uno después de mi marcha, me instalo en la habitación de mi hermana, donde hay una pared llena de fotos de cuando éramos unas crías, y un montón de sobres de azúcar que resumen la sabiduría universal, clavados con chinchetas de colores. Ana solía coleccionarlos.
Hubo una época en que los sábados Más, de Alejandro Sanz, y la banda sonora de El guardaespaldas se escuchaban por el pasillo de la casa. Nos sabíamos las canciones de memoria, mi madre, mi hermana y yo.
Me acuerdo de entonces y pienso que éste de hoy, con todo lo que nos ha pasado, parece otro planeta.
Confundo las dimensiones, cuento en kilómetros y también en años luz.
Veo a Rafeta. Al principio no me reconoce, pero a los dos minutos se viene conmigo para ayudarme a encontrar la edición de Quinteto de Claus y Lucas. Intuyo que será un gran lector… o a lo mejor, no. El caso es que se divierte mientras le leo los títulos en los lomos de los libros que no son el que busco. Cuando nos rendimos, cedo a sus preferencias y me paso dos horas deslizando por el suelo coches diminutos, que se empeñan en meterse por debajo de los muebles y me agotan tanto que a las diez y media caigo rendida. Hacía años que no me dormía tan pronto.
Todo esto ocurre y, a la vez, en un territorio invisible, otra parte de mí se entrega a una historia completamente distinta, que no tiene nombre ni definición y es sólo una voz.
Porque nadie me toca.
Y sin embargo esa ausencia, esa excepción constante tan impropia de los amantes y tan característica de los médicos, lo llena todo y me acostumbro a ella; me adapto a la intervención quirúrgica con la docilidad de los perros que participaron en el experimento de Pávlov.
La ciudad parece tranquila y me acoge con el silencio de los que únicamente aceptan el escándalo mientras permanece oculto bajo la alfombra.
Paseo por el casco antiguo y me sorprendo ante la cantidad moderada de turistas y la brisa. Podría ser el escenario de un crimen y también un lugar en el que quedarse. Pienso en la posibilidad de un seísmo y, al investigar un poco, descubro que no existe el 1 en la Escala de Richter.
No hay grado para los pequeños terremotos aunque, uno tras otro, se sucedan como controladas descargas eléctricas y sean ya imparables.
Qué gran error.