
Son las once de la noche y en Oslo todavía es de día. Es la última cena del grupo, que ha ido fortaleciendo sus lazos a lo largo de la semana, y hay buen vino. El restaurante, Einer, un local emblemático de la nueva corriente gastronómica de Noruega, situado en el centro de la ciudad, ha cerrado su planta baja para nuestra expedición y nos resulta muy fácil hablar de la naturaleza del deseo; un tema al que llegamos ya en los postres, después de debatir sobre la calidad de Juego de tronos y brindar una y mil veces por nosotros.
Todo el mundo parece feliz.
Y ante la cuestión sobre si el deseo es imitativo o no, sobre si deseamos, sin darnos cuenta, a partir de aquello que creemos conveniente y socialmente más valorado, yo hago un repaso de los hombres por los que me he sentido atraída y me pregunto qué hay en ellos de mi necesidad de aceptación.
Tal vez sean solo un espejo…
Pero entonces vuelvo a pensar en ti y en cómo me gustaría eliminarte de la ecuación como quien de un manotazo elimina la tiza, y asumo que no puedo. No puedo, ni siquiera en esta ciudad donde la noche tarda tanto en llegar y, a pesar del cansancio de estos días en los que no hemos parado ni un momento, cuando me acuesto me quedo un rato con los ojos abiertos, mirando al techo en la oscuridad.
No hay ni un ápice de razón en estas horas que nacen incompletas.
Nada es fácil y todo es ridículo. Debería estar prohibido escribir bajo los efectos de tu ocupación. Sin embargo soy incapaz de detenerme. Quizás por eso permito que infectes la belleza de este lugar, que está lleno de historias; todas bañadas de una extraña luz eternamente en agonía; y oscilo entre una discreta ausencia y una felicidad que nace en el cuerpo, con la fuerza de una mano que se cierra mecánica sobre mis órganos vitales y tira de ellos hacia dentro, para arrancarlos.
Así me siento yo hoy, en esta parte del mundo donde nos han tratado tan bien y en la que he construido, con cada uno de los nombres, una pequeña mitología que llevará tu marca para siempre; el códice anticipado de una religión perdida.
Ekerberg, Vigeland, Munchmuseet, el Grand Café, la Casa de la Ópera… constantemente escucho tu voz y adivino cuántas veces se habrán rendido los edificios y las plazas del mundo ante otras voces, porque no hay nada de especial ni definitivo en este dolor tan placentero, cuyo único signo de autenticidad es su naturaleza caníbal.
Porque es salvaje el deseo.
Salvaje y banal.
De otra manera, resulta inconcebible.
