La embajada

Embajada de Italia en Madrid

Llegamos pronto. Puntualidad británica para acceder a la Embajada de Italia en Madrid. Al ser las primeras, Maya y yo, siempre bajo la vigilante mirada de uno de los miembros del equipo de comunicación, tenemos oportunidad de vagar por los amplios salones de la planta baja, con ventanas enormes, que muestran un jardín donde la primavera lo ha infectado todo; y un par de lámparas de lágrimas de cristal, que me recuerdan a los bailes de las novelas de Jane Austen y las películas antiguas. Es lunes por la tarde, la iluminación es amarilla y, mientras esperamos a Dacia Maraini en ese espacio silencioso y mullido, decorado con kilométricas alfombras sobre las que nuestro acompañante nos llama la atención, como me pasa siempre en cuanto mi mente se despeja, pienso en nuestra historia y en que debería llamarla solo «mía», porque precisamente es esta soledad aparente y convenida la que me está volviendo loca.

Algún día escribiré de verdad sobre estos días de luz —no se me ocurre llamarlos de otra manera— y me veré a mí misma sin reconocerme, despojándome sorprendida de todos mis miedos y explorando para ti mis zonas más oscuras. Sé que entonces me alegraré, sin importar lo que esté por venir.

Lo que sí me pregunto a menudo es por qué ahora y por qué de esta manera tan extraña.

No tengo respuesta.

Hace años leí a Annie Ernaux, La ocupación, y no la entendí. Pero ayer llegó otra novela suya a la librería, El uso de la foto, y al leer la contraportada pensé que debía estar escrita para mí. La última frase decía: «A lo mejor es porque solo podía hacerlo con aquel hombre en aquel periodo de mi vida».

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