Limpio la casa. Es una de las pocas cosas que me tranquiliza. La mañana del domingo es luminosa y mis escasos muebles tienen el aspecto brillante del papel antes del incendio. Todo debería arder de repente por combustión espontánea, me digo, así se cerrarían mis múltiples frentes abiertos. Sería un curiosísimo final.
Pero todavía es muy pronto para rendirse.
Pienso en el uso excesivo de los adverbios y en cómo a veces las historias que parecían sólidas se diluyen sin dejar rastro, en cómo lo que parece piedra termina siendo humo y, precisamente por eso, la herida que produce es leve, apenas un soplo de ceniza en esta primavera de viento y ácaros sin piedad.
También pienso en la piel intacta, que el miedo aleja de las cicatrices, y en que había algo de cierto en esa fe medieval en la sangría como vía de escape necesaria para un veneno que, de otra forma, infecto y atrapado en la sangre, ocasionaría la muerte.

Y entre lavadora y lavadora, con las primeras sábanas tendidas en las puertas de la buhardilla minúscula, las dos claraboyas abiertas y un café con leche enfriándose en la mesita, leo La gran renuncia, de Esteban González Guitart:
“Lo cierto es que uno no se libra nunca de aquello que abandona, ni vuelve a ser quien fue antes de la elección. Dice Chantal Maillard que vamos siendo aquello a lo que hemos renunciado”.
Esteban escribe estas líneas en el prólogo a su poemario y, con la maleabilidad mágica que ajusta cada poema y cada canción a nuestra propia realidad, recorro mis últimos días, mis últimos años y me duelo de mis rendiciones, de todos los caminos que, la mayoría de veces por cobardía pero también por instinto, no seguí… me duelo de mi última renuncia, cuya luz, desde hace mucho tiempo crepuscular, se resiste a desaparecer.
Siempre me voy, pero últimamente –debe ser que me estoy haciendo adulta por fin– hago cosas nuevas: digo que echo de menos si echo de menos y desprotejo mínimamente el corazón. Para mí, estos gestos pequeños son como saltos al abismo, hacer caso omiso a la advertencia de “a partir de aquí, monstruos” que los marineros recibían cuando se adentraban en aguas sin cartografíar.
He aprendido que el corazón puede romperse mil veces y mil veces se recupera.
Leo en el poemario:
Nunca dejamos de transitar
un caudal imprescindible
de nosotros.
A golpe de rueda, se renuncia.
A golpe de rueda, vamos siendo
el origen de todas las imágenes,
y todo el lujo y su furor
cuando se apagan,
¿verdad, Paloma?
Y leo también, hoy mismo, detrás del mostrador de la librería con la primera hora de la tarde al otro lado del cristal y la sensación de que un extraño equilibrio de mar en calma se encargará por mí de resolver las cosas.
Alessandra me manda una foto de Nueva York al amanecer y Rumi me trae cordero guisado al estilo búlgaro que ceno chupándome los dedos. Hay una red sin fronteras que me sostiene y me permitirá caer.
Ya estoy cayendo.