
Leí hace muchos años los Diarios amorosos de Anaïs Nin, Incesto y Fuego. Ahora la editorial Siruela se dispone a ponerlos de nuevo en circulación —volverán a las librerías en septiembre—, y yo soy otra persona muy distinta a la que se acercó a ellos por primera vez, y creo que puedo entender a la autora mejor.
Busco en la RAE la definición exacta de la palabra «vínculo»: unión o atadura de una persona o cosa con otra.
Algunos vínculos son subterráneos e invisibles, y no se pueden romper. Intentar deshacerlos garantiza el sufrimiento, es como tratar de partir con los dientes el eslabón de una cadena; asumirlos supone aceptar los barrotes de una jaula y renunciar a toda posibilidad de rebelión.
En el tiempo que ha pasado desde mi primera lectura de Nin, he descubierto mi naturaleza.
Está la mente, siempre despierta, tan segura de sí misma y sin embargo incapaz de imponer su criterio en cuanto el cuerpo toma el control. Últimamente, me vacío a menudo de todas las cosas y me limito a ser solo cuerpo.
Y no hay nada dramático en esta rendición.
Me he esforzado en luchar contra ella, pero al final he comprendido que forma parte de mí y debe convivir con las cosas cotidianas, con el afecto diario y corriente, que también es indispensable. Los dos, el cariño más suave y la herida que se mantiene abierta, me completan.
El último domingo de julio me levanto temprano y paseo con Michi por el Retiro. Nos ponemos al día pero no hablamos de Nin y su deriva extraordinaria, una ola imparable que arrastró a un buen puñado de hombres —entre ellos Henry Miller, Hugh Parker Guiler o Antonin Artaud— con la fuerza de quien no se interesa por el bien y el mal, sino únicamente por la «experiencia». Hablamos de nosotras y, como ocurre siempre, Michi terminó atemperando mi tendencia a la tragedia.
En esta historia, nada es tan grave.