‘El hilo invisible’

Nadie se hace a sí mismo. Eso es lo que aprendí en una de mis clases de quinto de carrera. Recuerdo el profesor, Pedro J. de la Peña, pero no la asignatura. Para mí sus palabras fueron una revelación. Son los demás quienes nos construyen, lo queramos o no, y quienes consciente o inconscientemente nos ayudan o nos hunden en la miseria. Años después, esta pasada primavera, me encontré con un desarrollo de la misma idea en la espléndida Klara y el sol: comprendí que existimos en los otros y que es su percepción, la memoria que conservan de los momentos que nos han dedicado y que les dedicamos, lo que nos hace insustituibles. Es lo vivido e intangible lo que nos vuelve únicos como individuos y confiere a nuestro cuerpo físico cierto halo de inmortalidad. Así es como el dolor por la pérdida de aquellos a quienes queremos es a la vez, de una manera extraña, dolor por la pérdida de una parte de nosotros mismos que se «borra» con su marcha. La muerte de los otros, poco a poco, nos hace desaparecer.

Mi tío Salva, el hermano mayor de mi madre, murió en agosto.

Nos alejamos durante mi vida adulta, aunque cada vez que iba a Valencia nos veíamos. Sin embargo de pequeña pasé muchísimo tiempo con él. Me han contado que, cuando yo era un bebé, él me dormía con Mediterráneo de fondo. Es posible que sea por eso por lo que, no importa las veces que la escuche, me emociona tanto la canción de Serrat, porque forma parte de una época en la que yo era y no era a la vez; una época que solo existe para mí porque aún hay gente a mi lado que puede contármela. Somos antes que nuestra memoria.

Salva me enseñó a querer las películas. Fueron incontables nuestros trayectos juntos al Videoclub 2000, en Guillem de Castro, e inagotable su paciencia ante mi insistencia por ver en bucle algunos títulos de los que me aprendía los diálogos como un loro. Había dibujos, pero también estaban Drácula, Tomas Crown, Amparo Rivelles en Eloísa está debajo de un almendro, Hepburn y Grant en Historias de Philadelphia o Cher en Sospechoso. Para bien o para mal, no tuve filtro, así empecé a amar el cine, yendo arriba y abajo de la calle del Turia con un par de cintas de vídeo VHS en las manos de mi tío. Hasta hoy.

Hace poco vi El hilo invisible, que me pareció brillante y me llevó a preguntarme una vez más qué es lo que consideramos amor y por qué elegimos unilateralmente o de acuerdo con el ser amado unirnos a él de forma incondicional, no importa si breve o prolongada en el tiempo, por muy terribles que puedan ser las consecuencias… porque el amor no siempre es, he aquí una paradoja, amable, ni es fácil; a veces nos transforma y nos vuelve malvados; a veces se desborda y se esparce como una pátina transparente por cada rincón, por cada parcela, da igual lo minúscula que sea, de nuestra existencia. A veces el amor es deseo o es miedo, y no es amor, pero somos incapaces de darnos cuenta y nos lleva a la renuncia de todas las demás cosas. Tal es el placer que nos produce experimentarlo, que nos empeñamos en trascenderlo.

Porque el amor, bien o mal entendido, también es nuestro espejo, el máximo exponente de la idea con la que empezaba este post. Así es como el famoso modisto Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis) encuentra al mirarse en la camarera Alma (Vicky Krieps) una insólita y fascinante versión de sí mismo, que no le ofrece nadie más. Y se reconoce.

Acceder a nuestra imagen más íntima, la más desnuda, esa que simultáneamente nos fascina y nos asusta exige el descenso.

Todo esto para decir que El hilo invisible me encantó.

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