
Cuando era pequeña, veía una y otra vez Los tres días del cóndor, una película de espías y asesinos a sueldo, en la que Robert Redford trabajaba para un extraño y ninguneado departamento de la CIA, que se dedicaba a leer ficción, por si alguna novela escondía un plan que algún malvado país enemigo pudiera convertir en realidad para atentar contra los Estados Unidos de América.
En el fondo (y en la superficie) la peli de Redford era una historia de amor y el departamento de la CIA, una excusa para situar al protagonista en la peor de las circunstancias posibles: 72 horas de huida, con un sicario pisándole los talones y la imposibilidad de recurrir a ningún vínculo conocido ni lugar habitual.
Obra maestra.
Yo soñaba con ser Faye, secuestrada por Robert. Aquí paro de hacer spoilers ya.
Ayer un buen amigo me hizo llegar la noticia sobre las páginas de Los ojos de la oscuridad (1981), el thriller de Dean R. koontz en el que se describe con una perturbadora antelación la aparición y expansión terrible de algo muy parecido al coronavirus, y eso me hizo pensar en la manera que tenemos de interpretar la ficción.
Todo relato es susceptible de convertirse en oráculo.
Por fin estoy escribiendo sin parar.