
«Las películas tienen una cierta capacidad premonitoria y, en muchos casos, hablan de nuestro futuro”.
Pedro Almodóvar charla con Bob Pop sobre Dolor y gloria. Es jueves por la tarde y las luces de la Sala Equis son rojas. Llueve en Madrid y, desde nuestro lugar privilegiado en el espacio de la presentación, por encima de la pequeña multitud, miro al público y me siento a salvo. Fuera, en la calle Duque de Alba, entre Tirso de Molina y Cascorro, el cielo ya se ha oscurecido y los charcos del asfalto se iluminan con el resplandor amarillo de los faros de los coches y los cambios de los semáforos. La ciudad parece de neón; el escenario de una distopía, pero igualmente, y como siempre, me resulta acogedora porque es mi casa.
De camino al encuentro con Pedro, uno de mis pocos ídolos, Turbau y yo entramos en un chino y nos compramos unos paraguas transparentes, que nos permiten llegar al local con un aspecto decente y no empapadas. Tienen forma de seta. El suyo está adornado con una franja violeta. La del mío es amarilla. Los abrimos y nos reímos con la sensación de haber entrado a formar parte de un selecto círculo; y lo pasamos bien. Ante la perspectiva de la velada, tu recuerdo se retira momentáneamente, de la misma manera en que un dolor crónico se apaga por el efecto temporal de un analgésico; como un zorro que, asustado ante una ráfaga de disparos fallidos, buscara una cueva donde pasar la noche antes de volver a atacar.

Porque te echo de menos.
Me resisto a que esto también pase y se convierta en cicatriz; esto tiene que ser para siempre herida; material inflamable que trascienda el diario y, convertido en literatura, refleje sin piedad la inclasificable naturaleza de nuestra historia.
La verdad y toda la mentira. Cada una de las máscaras bienintencionadas que no intuí.
Almodóvar dice que no concibe la ficción como una terapia, ni tampoco como una cura, pero sí como una extensión de la realidad, a la que completa. Escucho sus palabras y me identifico con ellas, porque yo sobrevivo exactamente así, saltando de un mundo a otro, distinguiéndolos apenas, inmersa en esa tarea titánica y constante de «continuar el dibujo» y cruzar la frontera.
Las invitaciones para las copas, que conseguimos con bastante facilidad al reencontrarnos con viejos amigos del sector, son cartas de la baraja. Me pido un vino tinto entregando un rey de espadas a la camarera; y luego otro gracias a una sota. Bebo demasiado y en mis escasos momentos de soledad entre los corrillos de actores, escritores y otras faunas, mi conciencia regresa a la idea con la que llevo jugando la semana entera.
Mientras tanto, la voz de Roxette ha muerto.
Cuando tenía trece años vi Pretty Woman.
Cuando tenía veinte, me compré el guión de La flor de mi secreto (imposible imaginar entonces que en el futuro me esperaba una noche como esta sobre la que ahora escribo).
Una noche en la que Madrid se ha vuelto gris y parece de hielo, y en mi cabeza se repite la misma idea absurda, que de repente pronuncio en voz alta. Digo:
«Todo abandono es una caza».
Luego no sé cómo seguir. Cuál debe ser la siguiente frase, el siguiente paso hacia una zona segura.
O tal vez sí.