
Abro los ojos antes de que suene la alarma del teléfono y veo como se levanta el lunes gris al otro lado de la ventana. Valencia ha sobrevivido una vez más a la tormenta y la calle del Turia se rebela contra la melancolía favorecida por el clima y nunca duerme del todo. Delante del portal de mis padres, el obrador del Horno Pastelería Dorita permanece con la luz encendida durante la noche entera. No todos empleamos igual las largas horas de la madrugada. Alguien se ocupa en ese tiempo de hacer el pan, las caracolas de chocolate y los merengues. Las empanadillas de tomate y atún. Las tartas de cumpleaños. Desde que tengo uso de razón, Dorita existe y yo me siento más segura cada vez que duermo en casa de mis padres, sabiendo que alguien, muy cerca, permanece alerta; alguien despierto que, en caso de catástrofe o amenaza, nos escuchará si gritamos pidiendo ayuda en la oscuridad.
Aunque la realidad traiciona la expectativa: afortunadamente nunca nos ha pasado nada.
Doy por concluidos mis apuntes costumbristas y remoloneo con el teléfono aplazando el momento de levantarme. Así es como descubro en Instagram un mensaje de A, su manera de hacerme saber que ha llegado sano y salvo al que es ahora su lejano lugar en el mundo: compartir conmigo una bellísima publicación de Sidi Hustvedt sobre cómo es la vida cotidiana tamizada por el tratamiento de cáncer de Paul Auster. Hustvedt se refiere a la situación como «Cancerland» y describe con detalle el encuentro del novelista con una admiradora también enferma en la sala de espera del enésimo hospital. El texto es emocionante y me transporta en un parpadeo a un lugar de mi memoria al que llevaba mil años sin asomarme, aquel en el que atesoro el recuerdo del día que conocí a Paul Auster en la desaparecida Fnac Castellana y no me hice con él ni una sola foto, ni tampoco le pedí que me firmara un ejemplar de Diario de invierno, el libro que vino a presentar.
Sucedió un jueves 23 de febrero de 2012, pocos meses después de la inauguración de la tienda en Nuevos Ministerios y de mi incorporación al equipo de comunicación responsable de la agenda cultural. Aquel día Paul Auster llegó a la ciudad y Anagrama, que todavía era su editorial, eligió nuestro fórum para su encuentro con los lectores madrileños.
Alertados unas semanas antes del gran acontecimiento y poseídos por una especie de fiebre berlanguiana que nos convirtió a todos en el elenco perfecto para una nueva versión de Bienvenido, Mister Marshall, mis compañeros y yo, que era el último mono, nos pusimos a trabajar en los preparativos de lo que llamamos “La noche de Paul Auster” y, temerosos de un posible fallo en la asistencia, empezamos a invitar a diestro y siniestro. Encargamos en cartón pluma reproducciones gigantes de las cubiertas de las novelas de Auster; contratamos traducción simultánea; compramos un jamón (¿cómo no?) y buen vino, blanco y tinto, porque no sabíamos cuál le gustaba más; publicitamos hasta la extenuación que la charla sería retransmitida también en streaming gracias a una gran pantalla ubicada en el hall diáfano de la tienda, para quien se quedara fuera una vez completo el aforo limitado; y, gracias a los excelentes libreros con los que contaba la cadena, llenamos la librería, no sólo con los títulos de Auster, sino también con los de Hustvedt, a quien le dedicamos un par de las cabeceras principales, que flanqueaban el pasillo hasta el espacio destinado para el evento.

Mi recuerdo de lo “oficial” es confuso. Por supuesto, nadie falló y acceder a la sala del directo con el autor de La noche del oráculo se convirtió en una odisea en la que yo interpreté con pasmosa credibilidad el papel de atribulada portera, porque me tocó bregar con la lista de invitados VIP y elegir quién merecía el privilegio de entrar y quién no —a los diez minutos de descorrer la catenaria, mi respuesta se convirtió en un «no» perpetuo, porque allí ya no cabía un alfiler… eso sí, Javi y yo logramos que nuestros padres se sentaran más contentos que unas castañuelas en primera fila y me pregunto si Auster dudó acerca de la identidad de aquellos dos matrimonios tan majos que lo observaban sonrientes y secretamente orgullosos de que sus hijos les hubieran conseguido el mejor sitio.
Nuestros padres también tuvieron el privilegio de asistir a las breves entrevistas que Auster mantuvo con la prensa antes de la presentación, cuando la planta entera de la librería, aún cerrada al público, se parecía mucho a los banquetes todavía sin empezar: la sala vacía e impecable de un hotel que espera con las mesas puestas —en nuestro caso libros gigantes y centenares de ejemplares de Diario de invierno— a que lleguen los invitados y los novios, o el bebé protagonista del bautizo.
Acompañé a Auster en su recorrido desde el ascensor hasta el improvisado set de grabación junto con un periodista de TeleMadrid que iba a ser el primero en entrevistarlo. El autor era alto y llevaba una cazadora grande, de piel negra. Vaqueros también negros. Todo en él —el pelo peinado hacia atrás con grandes entradas, los ojos algo saltones y simultánemaente turbios y limpios, la tez oscura y su forma de conducirse sin prisa pero con seguridad por aquel territorio que no había pisado nunca— se correspondía con lo que yo había imaginado. Él me había contado, a mí y al mundo, un buen puñado de historias destinadas a moldear mi percepción de la realidad que me había tocado vivir, destinadas a despertar mi emoción por la magia del azar sobre lo cotidiano y ver lo luminoso y la oportunidad en el dolor, a la vez insoportable, de la pérdida —en aquel momento aún recordaba a la perfección la trama completa de El libro de las ilusiones, que había terminado en un autobús Valencia-Madrid, con la sensación de que ninguno de los pasajeros que me acompañaba podía adivinar la tormenta que el final de la novela había desatado en mi interior.
En todo eso estaba yo pensando, cuando, de pronto, Auster se detuvo y el séquito completo se detuvo con él, dando un pequeño y brusco frenazo no previsto. Lo hizo a pocos metros de set y del fórum, ante una de las cabeceras con los libros de Hustvedt, donde destacaba la maravillosa Todo cuanto amé.
Auster sonrió y el periodista de TeleMadrid se atrevió a preguntar en un giro imprevisible:
—¿Le gusta la autora?
Entonces Auster, sin mirarlo y rubricando una situación que, no tengo duda, el periodista habría de recordar el resto de su vida, respondió atento todavía a las cubiertas de las novelas de ella:
—No sólo es que me guste, es que además soy muy afortunado, porque se trata de mi mujer.
En este punto se hizo el silencio y el equipo de libreros que salpicaba el perímetro en posición de firmes intercambió miradas de catástrofe y contuvo la risa nerviosa, pero Auster no se inmutó y a los pocos segundos siguió andando y el planeta volvió a girar. El resto de la velada, más allá del overbooking, transcurrió sin incidentes y al ritmo de una interesante selección de jazz.
Vino y jamón se terminaron.
La cola de lectores deseosos de obtener una firma y una foto dio la vuelta a la manzana del edificio. A nadie le importo sufrir el frío de la noche de invierno.
Y cuando todo hubo terminado, cuando todos se fueron y el autor se hubo despedido satisfecho de su enésimo éxito, nosotros nos quedamos para recoger los restos de la fiesta y no apagamos la música, porque siempre bailábamos al final.
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