La pandemia divide a la humanidad entre observadores y víctimas. Sobre los primeros, pende el miedo constante a cruzar al otro lado y caer enfermo o perder a alguien. Sobre los segundos, se impone el dolor, que siempre trae con él una dramática y prolongada ceguera. En estas circunstancias, pensar en el futuro, imaginar siquiera qué es lo que estamos haciendo mal y qué condicionará el escenario que, aunque ahora nos parezca mentira, tendrá que venir, invariablemente nos hace sentir culpables.
Se clava una punzada en el corazón.
Y yo me despierto de la siesta para recordarme que no he escrito hoy.
Odio este tiempo. Le pertenezco y, a la vez, lo analizo con aversión. Ha sacado lo mejor de las voces anónimas y lo peor del cien por cien de nuestros líderes. Aunque ¿quién sirve para liderar el hundimiento? ¿Quién para comprender que, quizás, la única posibilidad de supervivencia pasa por hundirse primero para salir a flote después? Como en el caso del coche que cae al mar en un accidente: para salvarse y poder nadar hasta la superficie es necesario aguantar en el interior hasta que el vehículo toca fondo y se llena de agua, de lo contrario la presión no dejará abrir ninguna puerta… y moriremos.
Pero yo no sé nada, solo que no he escrito hoy.
Así que tomo decisiones. Detecto a los culpables de este bloqueo que empieza a ser preocupante y solo se suaviza cuando leo; cuando leo, me concentro.
Devoro La noche de plata, de Elia Barceló, y entre sus páginas me olvido de una angustia que poco tiene que ver con el virus y mucho con las mil cosas que, afortunadamente, pueblan mi cotidianidad, tan llena incluso en este semiencierro, sellado con la lluvia y el zumbido de los helicópteros, que nos están trastornando a todos.
Soy afortunada, pero mi vida debe quedarse desnuda, hay que podarla de lo prescindible; vaciarla del ruido, como si se tratara de una pista de audio en el montaje de uno de esos podcast tan de moda. La situación exige ser implacable.