
Fotograma de la película «De latir, mi corazón se ha parado» (Jacques Audiard, 2005)
Dicen que, al marcharse, el amante se lleva el brillo.
Me pregunto si no volveremos a vernos, si de verdad no volveremos a hablarnos y, mientras tanto, la vida sigue y este otoño que es invierno en Madrid se llena de luces con una insolencia que en el fondo le agradezco, porque se puede estar triste y feliz a la vez, entender como un todo las mil y una acciones de cada uno de mis días; la tristeza y la felicidad conviven, y esta última se impone en un acto vil de resistencia al drama innecesario, a esa tendencia tan mía de darle a lo anecdótico demasiada importancia, y acompaña a todos los que entran por la puerta de la librería y componen mi mundo.
No importa la realidad en sí misma, sino el reto que supone convertirla en literatura, «trasplantar» al papel, como quien construye una maqueta a escala, esta ausencia absoluta de pausa, la vida que sigue, sin parar: las estrellas de Ale, las palmeras de chocolate de Cris, las idas y venidas de Montaña, que por fin se decide a leer El adversario; la invitación al concierto de Concha, la llegada inminente de Raquel, el accidentado nacimiento de Pablo, la velada en el estudio de Luis, la llamada de María y la visita de Ester, que, fiel a su esencia incansable, viaja desde Valencia a Madrid para no faltar a la mani del clima; el sábado por la mañana con Zuri y Hasier hablándome de Pop; la conversación con Michi sobre la conveniencia de poner la fecha de nacimiento en las solapas de las novelas que incluyen la biografía del autor… y los trayectos por el centro iluminado de Madrid, sola o acompañada, casi siempre de noche y sorteando la deriva de la multitud.

La velada en el estudio. © Luis Gaspar
Escucho a Natalia Lafourcade, a Mon Laferte, a María Rodés; leo del tirón La huella del mal, de Manuel Ríos San Martín; e inicio la reconstrucción acercándome de nuevo a quien sí sé querer, con la paciencia del que ve derrumbarse ante sus ojos una civilización y, único superviviente de la catástrofe, decide levantarla de nuevo para, cuando llegue el momento de volver a caer en la trampa, no incurrir en los errores que la llevaron a la extinción.
La tarde del martes, en el Auditorio nacional, mientras el violonchelista Mischa Maisky interpreta la Suite número 1 de Bach, no sé por qué, me acuerdo de una película francesa que vi hace años, en la que se mezclan la mafia, el amor y la música: De latir, mi corazón se ha parado.
Esa misma noche vuelvo a verla.
Y pienso en mi propio corazón, que también se ha detenido.
Pienso en mi vida llena de nombres flotando en el aire con la levedad de una partícula diminuta, de una burbuja que, a pesar de todo, en su interior solo alberga silencio.
Un universo simultáneamente mínimo e infinito, de equilibrio imposible, que se repliega en la buhardilla y amenaza derribo.
Un accidente, como diría Montejo.
Pero, entonces, ¿por qué permanece el brillo? ¿Dónde está la oscuridad que cubre el cielo de los que se quedan?
Será que la amante era yo.