Irrelevante

Fotograma de la película ‘La insoportable levedad del ser’ (1987)

F se marcha y yo dormito durante horas, dedicando los ratos que paso despierta a releer El nombre de la rosa y ver en Filmin el documental sobre Kundera. Apenas me muevo de la cama y sueño con los ojos abiertos, todavía incrédula ante el hecho de que acercarme a un hombre y que un hombre se acerque a mí esté resultando, de repente, tan fácil. En la nevera, de nuevo hay provisiones de cerveza bien fría y chocolate negro; la buhardilla está limpia y es la mañana más fresca del verano, así que el sol se cuela por la claraboya y me acaricia la piel desprovisto del peso de las rocas que lo ha acompañado durante la ola de calor.

El teléfono está en silencio.

El edificio, en el corazón de Madrid, prácticamente vacío porque la mayoría de los vecinos están de vacaciones.

Y, en la pantalla de mi ordenador portátil, una jovencísima Juliette Binoche huye de un no menos joven Daniel Day – Lewis en la adaptación cinematográfica de La insoportable levedad del ser.

En los días que seguirán a este, la vida transcurrirá, por fuera, sin novedades importantes. Por dentro, me abriré poco a poco, sometiéndome a todas las metáforas, y aceptaré que esta historia merece mi atención.

Raquel vendrá y nuestro vínculo continuará intacto. A ella le contaré hasta qué punto, en esta ocasión no me siento observadora sino partícipe de la acción; y ella me comprenderá.

Kundera dijo (o escribió) una vez: «sueño con un mundo en el que los escritores, por ley, deban mantener su anonimato».

Me gustaría estar de acuerdo con él, pero, por más que lo intento, creo que no puedo.

Estamos en todas las líneas.

Cada una de las notas de la música que componemos somos nosotros. 

O, al menos, yo soy mi música.

Y todo lo que escribo es una carta que puede leerse en varios idiomas a la vez, que puede leerse a pesar de mí o, si así ha sido, recordando los momentos que hemos compartido y los temas sobre los que hemos hablado.

La magia de la ficción es que se comporta como un espejo y, para que sea buena, conocer al autor no es necesario o innecesario, simplemente debe ser irrelevante, un ingrediente prescindible de la receta perfecta pero que, en caso de incorporarse, influirá sin duda en su sabor.

Incluso cuando quien escribe se empeña en desaparecer, como Pynchon o Salinger, marca su obra, aunque solo sea por el ruido de su maniobra de evasión.

Y da igual que escribamos sobre planetas lejanos y seres y tiempos inimaginables, que no habitaremos nunca… siempre lo hacemos para reconocernos.