Mis diez lecturas indispensables de 2025

La tradición se mantiene: aquí estoy para compartir con vosotros mis diez lecturas favoritas del año. Como siempre, en el número uno mi lectura «más favorita», si la expresión es correcta (que me temo que no). Pero antes de pasar a la lista, no quiero dejar de recomendaros los títulos que algunos amigos han publicado a lo largo de este 2025 y con los que he disfrutado un montón: Las lecturas de Muerte privada, de Juan Carlos Galindo, Los crímenes del Retiro, de Pedro Herrasti, Las fuerzas contrarias, de Lorenzo Silva, y El espía, de Jorge Díaz, me han regalado horas de evasión absoluta del mundo y goce de cuatro excepcionales misterios; y El paracaidista, de Ana Campoy, llena de poesía y supervivencia, me ha confirmado lo que ya intuía: que la trayectoria de Ana en la novela para adultos promete ser tan larga y enriquecedora como la ya recorrida por la autora en el terreno de la infantil y juvenil.

Escrito esto, vamos allá, del diez al uno.

10. Amiga mía, de Raquel Congosto, en Blackie Books, y El accidente, de Blanca Lacasa, en Libros del Asteroide. No me llaméis tramposa por empezar no con uno sino con dos títulos. El motivo de agruparlos es que me parecen una excelente muestra de la consolidación de un nuevo (nada es nuevo, ya lo sabemos) género: el del libro -y digo libro y no texto- pequeño. Las dimensiones reducidas en la edición están de moda y solo algunos contenidos y planteamientos muy definidos, tanto en el ensayo como en la novela, cuadran con el formato y, combinados con él, le regalan a la librería y al lector pequeños grandes éxitos. Lacasa escribe sobre una no relación que a todos nos ha ocurrido y Congosto abre el camino a un tema sobre el que ahora surgen títulos como champiñones, la amistad perdida.

9. Una mujer a quien amar, de Theodor Kallifatides, en Galaxia Gutenberg. Hay muchas cosas que no me han gustado en este libro. Entre ellas, que lo que se supone que es la historia de Olga, la amiga perdida a causa de la enfermedad, es, en realidad y sobre todo, la historia de Kallifatides. Superado este pequeño bache, Una mujer a quien amar encierra unos cuantos y muy valiosos momentos de lucidez narrativa, hallazgos sobre la vida de cualquiera de nosotros, a los que el autor llega en su ininterrumpida reflexión sobre la cercanía de la muerte, los afectos que cincelan nuestra memoria y la sostienen, y la misma literatura. Creo que «hay» que leer a Kallifatides más allá de nuestro interés por su biografía, que constituye el centro de su obra. Hay que leerlo porque es una voz ineludible y con derecho del panorama literario actual.

8. El misterio de la mujer tatuada, de Akimitsu Takagi, en Salamandra. Escrito poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, El misterio de la mujer tatuada nos traslada a la complejísima sociedad japonesa que quedó después del conflicto, prácticamente ocupada por los estadounidenses y sumida en una profunda crisis de identidad, para proponernos un enigma de estructura clásica y con descuartizamiento incluido que, al menos a mí, me sorprendió al final. Amantes de Matsumoto o Kirino, lectura infalible para vosotros.

7. El jardinero y la muerte, de Gueorgui Gospodínov, en Impedimenta. El libro más personal de Gospodínov relata el último mes de vida de su padre de una manera emocionante y sorprendentemente luminosa. Una muy buena amiga editora me dijo hace poco y con razón que el adjetivo «luminoso/a» se emplea últimamente para todo y está perdiendo fuerza. De acuerdo con ella, pero en este caso no me resisto a utilizarlo. Leed a Gospodínov y lo comprenderéis.

6. Fantástica historia de amor, de Sophie Divry, en Nórdica. Amor, suspense, ciencia y un poco de fantasía. Sé que a muchos el delirio de Sophie Divry no os ha convencido, pero yo no pude soltarlo hasta el final. Me interesa la idea de cómo, de un día para otro, dos vidas grises pueden convertirse en apasionadas e intensas, protagonistas de la aventura; la idea de que la soledad, si no es elegida, no tiene por que ser una cadena perpetua… el hecho de que poco o nada sabemos de la materia del universo y su influencia sobre nuestras vidas. En definitiva, me interesa esta historia en la que una misteriosa muerte en una compactadora une a un hombre y una mujer que, casi sin saberlo, ya se conocían.

5. A cuatro patas, de Miranda July, en Literatura Random House. Sin duda, mi lectura del verano. Detecto, mientras hago repaso de mis favoritos, que mi tendencia es al exceso, al -repito la palabra- «delirio» absoluto, que es exactamente lo que es A cuatro patas. Una mujer en los cuarenta se propone cruzar en coche, de Los Ángeles a Nueva York, los Estados Unidos, pero algo le sucede y se sorprende agotando sus vacaciones a escasos veinte kilómetros del punto de partida. El qué no os lo voy a descubrir, porque es un placer averiguarlo pasando las páginas de esta excepcional novela.

4. Audición, de Katie Kitamura, en Sexto Piso. Todo parece normal en esta novela cortísima, donde nos colamos en la vida privada de una famosa actriz de teatro, hasta que pasamos la página y leemos «Segunda parte». A partir de ese momento, la trama salta por los aires y el lector cae al vacío sin red. Siempre me ha gustado Kitamura, creo que ya la incluí en una lista anterior, hace un par de años, con Intimidades. Audición es su novela más experimental. Que nadie espere un desenlace claro, una moraleja o uno de esos cierres que confirman nuestra idea de la historia. El texto es, afortunadamente, demasiado arriesgado para eso.

3. Vida mía, de Dacia Maraini, en Altamarea. Cuando era una niña, Dacia Maraini estuvo encerrada con sus padres y sus hermanas en un campo de concentración japonés, una vivencia que habría de marcar para siempre su obra. Han hecho falta más de ochenta años para que la escritora italiana, uno de las voces más importantes y emblemáticas de la literatura del siglo XX, adelantada a su tiempo, se haya decidido a recuperar explícitamente sus recuerdos de aquella época en la que chocaron la tristeza y la desesperación del encierro contra el amor por un país y una cultura, la japonesa, que sigue manteniendo con vida. Imprescindible.

2. Cuentos, de Ray Bradbury, en Páginas de Espuma. Desde que hace ya un par de décadas leí El zen en el arte de escribir, Bradbury es uno de mis escritores de referencia y reencontrarme con él en esta magnífica edición de Paul Viejo para Páginas de Espuma ha sido de lo mejor que me ha ocurrido en los últimos doce meses. 316 relatos escogidos de manera impecable, entre los que se encuentran los clásicos de Crónicas marcianas y otros menos populares, incluso inéditos hasta la fecha. Bradbury se viajó a Marte con la imaginación para hablarnos como nadie de nuestra esencia. Disfrazó de extraterrestre lo humano y recuperó la infancia para situarla en el centro de su narrativa, como el periodo vital más importante, aquel en el que nos formamos como individuo y nos enfrentamos por primera vez a la magia, los afectos y el miedo. Pocos regalos mejores se me ocurren para los lectoras y los lectores más exigentes. Es un acierto seguro.

1. Posesión, de A. S. Byatt, en Anagrama. Premio Booker en los años noventa, por fin podemos disfruar de nuevo de la extraordinaria Posesión. Mi mejor lectura del año, con la que más me he sorprendido. El inquietante embrujo que el poeta muerto Randolph Henry Ash ejerce sobre los estudiosos universitarios de su obra y la intrigante trama, a caballo entre el presente de los protagonistas de la obra y el pasado del poeta, que se destapa cuando, casi por casualidad, aparecen unas notas que revelan una sombra y también una pasión en la templada trayectoria de Ash.

Pericia narrativa aparte, el salto mortal de Byatt multiplica su dificultad cuando descubrimos que Ash también es producto de su imaginación, que su obra poética es también de la escritora y que, espejo tras espejo tras espejo, la complejidad literaria de la novela la convierte en compañera de lo mejor de McEwan o Hollinghurst, porque entrar en Posesión es, literalmente, sumergirse en un universo paralelo, complejísimo y perturbador.

Dacia Maraini: “Muchas mujeres piensan que su mayor libertad reside en elegir a su verdugo”

El 20 de mayo de 2019, gracias a los editores de Altamarea, Alfonso Zuriaga y Giuseppe Grosso, tuve la oportunidad de entrevistar a Dacia Maraini y charlar con ella, a partir de la lectura de su ensayo Cuerpo feliz (Altamarea 2019), de algunos temas que hoy siguen resultando sorprendentemente actuales. La entrevista nunca se publicó, pero, ahora más que nunca, me sigue pareciendo tremendamente oportuna. Aquí la tenéis completa.

Con Dacia Maraini en la embajada de Italia en Madrid. 20 de mayo de 2019.

Amó a Alberto Moravia y fue amiga de Maria Callas y Pier Paolo Pasolini, con quien colaboró como guionista en Las mil y una noches. Dacia Maraini (Fiesole, 1936) tiene 82 años y subraya el azul de sus ojos inteligentes con una raya también azul. En una época en que las mujeres no lo tenían nada fácil, ella vivió libre y perdió un hijo; una tragedia que proyecta su sombra sobre Cuerpo feliz, su homenaje a una larga e inconclusa batalla por la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres.

Autora de obras de teatro y novelas cuya lectura resulta imprescindible para comprender la literatura italiana del siglo XX, como Los años rotos o La larga vida de Marianna Ucrìa, cuando era una niña se trasladó con su familia a Japón, huyendo del fascismo, y permaneció recluida en un campo de concentración en Nagoya. Allí regresó en los años 80 en busca de su pasado, pero nadie supo decirle dónde había estado ubicado aquel infierno. Quizás esa es una de las razones por las que, a lo largo de nuestro encuentro y de su texto, Maraini hace una y otra vez hincapié en la importancia de la memoria y mira con nostalgia hacia aquel tiempo en el que fue una más y se relacionó con algunos de los nombres más importantes de la cultura contemporánea; “un tiempo en el que los intelectuales se reunían sólo por el placer de estar juntos, sin otro fin, y compartían un sentimiento de comunidad artística que lamentablemente ahora ha desaparecido”.

—Quien se acerque a Un cuerpo feliz esperando un ensayo al uso se va a llevar una sorpresa. 

Sí, porque es un texto mixto, un ensayo híbrido.

—En él escribe: “Te decía que sin imaginación estamos muertos. Es la imaginación la que nos hace entender el dolor de los demás”. Más allá de la reflexión sobre el feminismo, el libro llama la atención por su tono, extremadamente poético, y por la presencia constante de un interlocutor que jamás llegó a existir, el hijo que perdió durante el embarazo. Utiliza una ficción para reflexionar sobre la realidad. ¿Hasta qué punto necesitamos las mentiras?

No es exactamente una mentira, es imaginación. Para mí, imaginar a Perdi, mi niño perdido, era necesario. Al inventar una vida para él en el libro, construyo una realidad literaria que va más allá de lo que ocurrió y me permite desarrollar en la ficción el crecimiento de mi hijo, que no viví.

—Tal y como lo explica, parece que la escritura, al menos en este caso, tuviera para usted un fin terapéutico.

No es más que la forma de crear una relación dialéctica con el dolor de la perdida. La relación con los muertos es muy importante para la memoria, ellos son nuestra memoria, sin embargo nuestra cultura no mira hacia la muerte, no la incluye, y creo que ese es un grave error.

—Esa cultura nuestra es la misma que ha ido cincelando a lo largo de los siglos el rol de la mujer en la sociedad y despojándonos poco a poco de ese “cuerpo feliz”, que no concibe la reproducción sin el deseo.

Sí, y ahí seguimos, en la lucha por recuperarlo, aunque afortunadamente hemos avanzado un poco. Hemos tardado miles de años en lograr unas cuantas conquistas. Con respecto al siglo XIX, hemos alcanzado algunas libertades antes consideradas imposibles. Pensemos, por ejemplo, en Casa de muñecas, de Henrik Ibsen, el cuento de una mujer inteligente y autónoma a quien se consideraba una niña. Todas las mujeres eran consideradas unas niñas, incluso en la mitología griega. 

Esquilo narra el proceso de los dioses a Orestes, un punto de inflexión en el viraje del matriarcado al patriarcado. Orestes mató a su madre cuando matar a una mujer estaba prohibido porque éramos consideradas el principio de la vida, pero Apolo lo perdonó, porque decidió que el cuerpo femenino, lejos de crear por sí mismo, sólo se limitaba a acoger el semen, único portador de la esencia humana. Así se da la vuelta por completo y se desacraliza el concepto de maternidad. 

Al principio, las grandes religiones prehistóricas se basaban todas en una deidad femenina, pero por desgracia eso cambió.

—Cambió tanto que, como subraya con frecuencia en su ensayo, construimos la realidad con un lenguaje hecho por los hombres; un lenguaje de mirada masculina con el que aprendemos a ver y definir el mundo. 

Sí, un lenguaje misógino.

—¿Y cómo lo cambiamos?

No podemos crear de la noche a la mañana un lenguaje nuevo, pero sí matizarlo, modificarlo. Actualmente existe la polémica sobre la creación de un vocablo en femenino para ciertas palabras que sólo tienen versión masculina: ingeniera, arquitecta, directora…

—¿Le parece necesario aplicar este cambio?

¡Por supuesto que sí! Fíjese: si digo “el hombre es mortal”, pensamos que hombres y mujeres somos mortales; pero si digo “la mujer es mortal”, solo pensamos en las mujeres. En el lenguaje, el masculino es la norma y el femenino es la excepción.

—Lo curioso es que, en esa precisa revisión que Cuerpo feliz hace de las ideas y conceptos fundamentales del feminismo, el tema de la maternidad se aborda desde una perspectiva nada maniquea. Usted escribe en el libro acerca de la pérdida de su bebé: “Había deseado tanto aquel hijo que su pérdida fue una mutilación”. ¿Hasta qué punto una mujer no se siente completa si no es madre?

El contexto cultural fija el valor que se da a la maternidad. La antropóloga Margaret Mead, con sus investigaciones etnográficas de la primera mitad del XX, descubrió que en determinadas poblaciones son los hombres quienes se ocupan del cuidado de los hijos mientras las mujeres trabajan. Así que lo importante no es preguntarse si una mujer sin descendencia se siente completa o no, sino buscar el porqué de esa sensación de vacío: el hecho cultural. Si la cultura establece que ser madre es el único valor profundo de la mujer, las mujeres acabarán por hacer suyo ese sentimiento y se identificarán con la idea de que la mujer que no es madre no existe. 

Esa es la visión de los países monoteístas. Escogimos este camino porque nuestra religión es vertical y se basa en un dios que no tiene a su lado a una mujer; en una teología en la que existe la palabra “madre”, pero no existe la palabra “diosa”. 

—Habla de religión, de mitología y también de 50 sombras de Grey, una novela que para usted no tiene nada de progresista.

Exacto, porque evidencia algo terrible, que muchas mujeres identifican hasta tal punto pasión con dolor, que piensan que su mayor libertad reside en elegir a su verdugo. Muchísimos libros eróticos escritos por mujeres describen solo el placer del dolor.

—¿Hemos aprendido a disfrutar sintiéndonos sometidas?

Sí, lo hemos incorporado a nuestra conciencia y, al mismo tiempo, hemos llegado a sentirnos cómplices de los delitos perpetrados contra nosotras mismas. Esto les ocurre también a los niños. Al fin y al cabo la violencia física es lo de menos. Importa más la estrategia por la que las víctimas llegan a sentirse cómplices. Un niño violado o una mujer maltratada normalmente se sienten culpables y se convierten en los peores enemigos de sí mismos.

—También la opinión pública los culpabiliza.

Desde luego. En algunos países una mujer violada ya no puede encontrar marido y, en nuestra sociedad, aunque no es así, subyace el rechazo. En los juicios por violación, el argumento fundamental de la defensa es que la mujer consintió la relación y la buscó, bien porque llevaba una falda corta, bien porque iba maquillada… y esta es una senda peligrosa.

—Pero no hay que rendirse en la lucha. Usted lo dice en Cuerpo feliz:Es un error pensar que cuando se pierde se deja de tener razón”. 

Mire a Jesucristo, que acabó en la cruz y, sin embargo, logro el triunfo universal de su palabra y se volvió un principio ético. Las mujeres que luchan por el feminismo han sufrido muchas derrotas pero también han logrado la consolidación de un buen puñado de valores. Más tarde o más temprano, siempre llega el momento de la victoria.